¿Por qué el Barón Thyssen fue un gran coleccionista?
En apenas diez años (1928-1938) reunió un gran catálogo de obras de grandes maestros, como Durero, Fra Angelico, Caravaggio o Fran Hals
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El 13 de abril de 1921 nacía en Scheveningen (Países Bajos) el barón Hans Heinrich von Thyssen-Bornemisza. El decurso de su vida y los azares del destino han querido que, cien años después, la celebración de este aniversario redondo posea una especial relevancia para la cultura y el arte de España. La realidad de Madrid como una de las grandes capitales de Europa sería muy diferente a la actual si, en 1981, el barón Thyssen y la ex Miss España, Carmen Cervera, no se hubieran conocido en Cerdeña y hubieran iniciado una relación sentimental que les llevaría a contraer matrimonio en 1985. La intervención de su nueva esposa resultó determinante para que Heinrich von Thyssen valorase la posibilidad de convertir a España en la sede de su prestigiosa colección artística. A priori, las opciones de Madrid eran bajas en comparación con las de otras grandes metrópolis como Londres, Madrid, Bonn o Los Ángeles. El conocimiento que el barón tenía de España estaba bastante desenfocado; y si a esto se suma el prestigio cultural del que históricamente gozaban las ciudades antes mencionadas, las posibilidades de hacerse con la -por muchos considerada- mayor colección privada del mundo decrecían por momentos.
La labor de seducción desplegada por los representantes del gobierno español constituye, probablemente, el mayor éxito de la “diplomacia cultural” española del último siglo. Aunque la “marca Madrid” no pudiera resultar tan atractiva como la “marca Londres” o la “marca Los Angeles”, existía un elemento de negociación que ninguna otra ciudad podía igualar: el ofrecimiento del Palacio de Villahermosa como sede de la colección y, sobre todo, su proximidad al Museo del Prado. El Prado posee la capacidad de “sacralizar” todo aquello que tiene a su alrededor; es una de las mayores máquinas planetarias de crear aura. Y, sumado al papel de “embajadora” de España jugado por Carmen Cervera, Madrid salió vencedora en una de las partidas más exigentes de la historia de la cultura contemporánea. En 1988, el Gobierno de España y el barón Thyssen firmaron un contrato de arriendo de la colección por una duración de nueve años y medio. El contrato nunca se llegó a completar, ya que, tras la inauguración del Museo Thyssen en 1992, el estado español compró las casi 800 obras de la colección por un montante de 350 millones de dólares.
Resulta cuanto menos curioso la estela de polémica que siempre ha acompañado a esta maniobra del Ministerio de Cultura. Retrospectivamente, la compra de la colección Thyssen se puede considerar como la mejor inversión en patrimonio realizada por el Gobierno de España durante la democracia. Si, en el instante de la firma de la colección, la casa de subastas Sotheby`s valoró el coste real de las casi 800 obras adquiridas en una suma próxima a los 2000 millones de dólares, la reactualización del valor de la colección ofrecería una cifra con algún cero más. Habida cuenta del precio actual de las obras de los grandes maestros, así como los remates de piezas del Impresionismo, las vanguardias, el Expresionismo Abstracto, o la figuración de los 60 y 70, con los 350 millones de dólares firmados en 1993 por el entonces ministro de Cultura, Jordi Solé Tura, apenas se podría comprar una decena de las obras colgadas en el Museo Thyssen. En la actualidad, ningún gobierno del mundo sería capaz de comprar una colección de tanto valor material y artístico: las cifras son inasumibles.
Heinrich von Thyssen, el coleccionista
El perfil de coleccionista de Heinrich von Thyssen poco tiene que ver con las nuevas estrellas del coleccionismo artístico. Si el paradigma del coleccionista actual es un joven emprendedor, que se ha hecho millonario en breve espacio de tiempo y que posee una escasa formación cultural, el paradigma de coleccionismo representado por el barón atiende a patrones más clásicos: aristócrata, con una colección heredada y que se encarga de enriquecer, y una contrastada formación que le lleva a comprar arte por algo más que el deseo de alcanzar un estatus social. Los coleccionistas actuales basan su política de adquisiciones en unos pocos nombres de artistas, cuyas obras otorgan un seguro y rápido prestigio social. No hay un auténtico gusto o criterio personal, sino la necesidad de parecerse los unos a los otros para pertenecer a la misma “tribu” de privilegiados. El resultado suele ser un panorama homologado, sin variedad ni sorpresas, regido por modas que terminan por aburrir. En contraste con esto, la colección Thyssen se caracteriza por una heterogeneidad y amplitud cronológica que la lleva a abarcar desde la Edad Media hasta los albores de la posmodernidad. Esta profundidad histórica -que, en la actualidad, solo podría hallarse en casos excepcionales como el del Museo Soumaya, sede la Fundación Carlos Slim- es lo que convierte al Museo Thyssen en un ejemplo de coleccionismo artístico en vías de extinción.
Con frecuencia, suele subrayarse la “juventud” de la colección Thyssen-Bornemisza como uno de sus rasgos más privativos. De hecho, sus orígenes se remontan a la labor de compras compulsivas del primer barón, Heinrich Thyssen-Bornemisza (1875-1947), quien, en apenas diez años (1928-1938) reunió un gran catálogo de obras de los grandes maestros -Durero, Fra Angelico, Caravaggio o Fran Hals, por citar unos pocos. En realidad, esta capacidad para conformar colecciones en breve espacio de tiempo es distintiva del tipo de coleccionismo que predominó durante la modernidad. Millonarios como Rockefeller o P. J. Morgan se valieron del asesoramiento de marchantes como Joseph Duveen para atesorar un impresionante patrimonio artístico durante el último tercio del siglo XIX. Por no hablar de una de las grandes del coleccionismo del siglo XX, Peggy Guggenheim, quien, a comienzos de la década de los 40, ya de vuelta a París, se planteó el reto de comprar una obra de arte por día durante varios meses -poniendo así los cimientos de su célebre colección.
El primer barón Thyssen-Bornemisza se aprovechó de la traumática crisis provocada por el “crack” del 29 para adquirir, a módicos precios, grandes obras maestras. Como afirma la gran referencia del coleccionismo contemporáneo, José Mugrabi, “cuando el mercado está más bajo es cuando encuentras gangas”. Y el crecimiento vertiginoso de la colección Thyssen, entre 1928 y 1938, se explica precisamente por la necesidad que tuvieron parte de la nobleza y del empresariado europeo y norteamericano de vender patrimonio para sobrevivir a la crisis del 29. Marchantes avispados como Ambroise Vollard se aprovecharon también de la bancarrota de artistas como Cezanne para comprarles grandes lotes de obras a precio de saldo, y engrosar así un fondo artístico descomunal.
La labor efectuada por el segundo barón Thyssen-Bornemisza, Hans Heinrich, con respecto a la colección iniciada por su padre, resultó crucial. La adquisición de piezas pertenecientes al Impresionismo, las vanguardias, el arte posterior a la II Guerra Mundial, Pop y nuevas figuraciones otorgó una inusual amplitud narrativa a la colección, además de proporcionarle una multiplicidad de asideros -en forma de grandes iconos de la modernidad- al público. En muchas de sus apuestas, Hans Heinrich Thyssen fue un visionario que se adelantó a su tiempo a la hora de adquirir obras de autores que, a partir del boom de los 80, se iban a convertir en los pilares del territorio más exclusivo del mercado del arte. Madrid y, por extensión, España nunca le estarán suficientemente agradecidos.