«El resplandor»: Atrapados en el laberinto de Kubrick 40 años después
Netflix recupera uno de los clásicos de un director que plasma en el protagonista de la cinta, Jack Torrance (Jack Nicholson), a su perfecto «alter ego» junto al Hal 9000 de «2001» y al Alex de «La naranja mecánica»
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Cuando, en «Ready Player One», Steven Spielberg nos invitó a pasear por el hotel Overlook de «El resplandor», a habitar su siniestro universo, con visita a la icónica habitación 237 incluida, no solo estaba rindiendo homenaje a Kubrick (que, por aquel entonces, le consideraba «un cretino» (sic); luego, por suerte, cambió de opinión y le regaló la posibilidad de dirigir una de sus grandes películas, «A.I. Inteligencia Artificial») sino que estaba, por si a alguien le quedaba alguna duda, poniendo de manifiesto que el único filme de terror de su obra forma parte hasta tal punto del imaginario de nuestra cultura popular que podemos utilizarlo como un espacio de encuentro, un patio de juegos donde divertirse con sus significados. Ahora, que llega vestido de clásico moderno a la plataforma Netflix, parece una estupidez pensar lo contrario, pero cuando se estrenó, hace cuarenta años, nada hacía predecirlo. Muchas de las críticas fueron especialmente agresivas («Cuanto más loco se vuelve Nicholson, más idiota parece. Shelley Duvall transforma a la cálida, simpática esposa del libro en una burlona y semiretrasada histérica», escribían en «Variety») y Stephen King renegaba de la adaptación, previsiblemente celoso porque Kubrick había obviado su primer borrador de guion y había cambiado cientos de detalles del libro.
Alguien podría darle la razón a King en algunos de sus argumentos. «El verdadero problema es que Kubrick se puso a hacer una película de horror sin entender aparentemente el género», afirmaba el escritor. Ni falta que le hacía: el género, como siempre en su cine, era un marco en el que trabajar para luego someterlo a su universo. Entre sus referencias a la hora de escribir el guion con Diane Johnson estaban los textos de Freud, el fundamental «Psicoanálisis de los cuentos de hadas», de Bruno Bettelheim, las novelas gótico-románticas de las Brönte, «Jane Eyre» y «Cumbres borrascosas», y los relatos de Poe. Hablando en términos cinematográficos, es difícil encontrarle un modelo a «El resplandor», ni siquiera en el subgénero de las casas encantadas (es evidente que cintas como «Terror en Amityville» jugaban en otra liga). Al iconoclasta Kubrick no se le podía pedir que se sometiera a los códigos del género. Ni «Espartaco» era un «peplum», ni «2001: una odisea del espacio» ni «La naranja mecánica» eran ciencia-ficción, ni «Barry Lyndon» era un drama de época, ni «La chaqueta metálica» sería cine bélico. Eran películas que se desarrollaban en ese paisaje mental, en ese cerebro meándrico que tan bien representaban los pasillos del hotel Overlook y el laberinto minotáurico que finalmente atrapa a su enajenado protagonista.
Tal vez junto al Hal 9000 de «2001» y al Alex de «La naranja mecánica», el Jack Torrance de «El resplandor» sea el perfecto «alter ego» de Kubrick. Maníaco hasta la locura, es capaz de destruir a su familia poseído por la obsesión de escribir la novela definitiva, la que le realizará como individuo y la que se le escapa sistemáticamente de las manos como si fuera un puñado de arena. Es muy posible que los fantasmas del hotel Overlook sean los fantasmas de la creación, atosigándolo para que repita una y otra vez una sola frase («No por mucho madrugar amanece más temprano») para encender la llama de esa musa que lo cotidiano –una esposa, un hijo, un trabajo mecánico– apaga sin dilación. Es muy posible que el hotel Overlook represente el atormentado mundo interior de su protagonista –y, por tanto, el de Kubrick–, doblegado al confinamiento disciplinado del creador mesiánico, que se vuelve loco porque piensa que los demás nunca estarán a la altura de sus expectativas. Así fue el rodaje, con ataques de histeria de Shelley Duvall y arranques de desesperación de Scatman Crothers («¿Qué es lo que quiere, señor Kubrick?», preguntó derrumbado después de repetir una toma cuarenta veces). El único que parecía disfrutar durante la filmación era Nicholson, tal vez porque compartía capacidad de delirio con el director. Cuando lees cómo se desarrollaban los rodajes de Kubrick, da la impresión de que alguien los ha inventado para perpetuar una leyenda; que, en fin, la teoría del rumor los ha convertido en la hazaña épica que un director que solo creía en la deidad del Cine ha querido que pasara a la historia. En esa tesitura, es obvio que las diecisiete semanas de rodaje que se habían previsto inicialmente acabaron triplicándose, y que la Navidad los pilló a todos filmando la secuencia final en el laberinto, a temperaturas muy bajas. Cuenta John Baxter, biógrafo de Kubrick, que el autor de «Senderos de gloria» le pidió al equipo de cámara que renunciara a sus vacaciones, y que durmieran en el cuarto donde guardaban todos sus cachivaches. Imagínense cuál fue la respuesta. Kubrick era capaz de cualquier cosa por lograr que la vida ajena se sometiera a sus planes, que no eran otros que buscar la perfección, encontrar una manera de poner orden en un sistema que tiende al caos de las emociones, a la aventura de lo que sentimos. No es de extrañar, pues, que buena parte del malestar que produce el visionado de «El resplandor» provenga de su preocupación formal por encontrar un equilibrio. La demencial simetría de los planos; la calma perturbadora de la «steadycam» siguiendo el triciclo de Danny, el hijo vidente de Torrance; las inquietantes notas de Penderecki en la banda sonora; la sinuosa carretera que nos conduce al hotel (otro meandro, otro laberinto)... Todo parece diseñado para delatar las aristas de un mundo demasiado geométrico, que percibe la realidad como un tablero de ajedrez al que le faltan fichas. El alfil se equivoca, el rey ha muerto.
Claro que King no estaba contento. Es probable que la inmortalidad de la película de Kubrick tenga que ver con que no sobredimensiona lo esotérico, porque siempre lo somete a lo humano, por frío que pueda ser el resultado. Por eso no es un filme de terror al uso, sino la crónica de la putrefacción de una familia. «Kubrick no era capaz de entender el mal completamente inhumano de Overlook», protestaba King. «Así que en lugar de ello buscó el mal en sus personajes y convirtió la película en una tragedia doméstica con matices ligeramente sobrenaturales. Como no podía creer, no podía hacer una película creíble para los demás». Pero sería injusto seguirle el juego a King y negarle el pan de la inquietud. La aparición de las gemelas, el cuerpo-cadáver en la bañera, el río de sangre desbordándose cuando se abren las puertas del ascensor (¡cuánto le debió de gustar esta imagen a Dario Argento!), el movimiento de cámara que, a golpe de hacha, parece destrozar la puerta del baño donde se oculta Shelley Duvall; esa sórdida visión, tan «Eyes Wide Shut», de dos hombres con máscara de animal en pleno preámbulo sexual (plano que la guionista Diane Johnson atribuye a la imaginación de Kubrick), y todo lo que ocurre, en fuera de campo, en esa habitación 237; son angustiosos ingredientes de una película que, con su triste parsimonia y su sofocante nihilismo, provoca una sensación de miedo puro que cala hasta los huesos.
Es lógico que un filme tan rendido a la idea de obsesión generara un volumen de análisis hermenéuticos que parecían escritos por el mismo Jack Torrance. En «Habitación 237», Rodney Ascher invocaba a unos cuantos fanáticos de la cinta para que dieran rienda suelta a sus enloquecidas interpretaciones. Las había del todo plausibles, como la que entendía el aura sobrenatural de la película como una metáfora sobre el genocidio indio, algo que, por otro lado, ya estaba en la novela de King, en la que el hotel Overlook estaba construido sobre un cementerio indio. Las había completamente conspiranoicas, como la que aseguraba que el número 237 de la habitación de marras correspondía al plató donde Kubrick había rodado la (falsa) llegada del hombre a la Luna por órdenes de la NASA. En todo caso, el documental demostraba que, más allá del escepticismo que despertó en la época de su estreno, «El resplandor» seguía siendo una película que acelera el pensamiento, o que hace del pensamiento ese laberinto del que es imposible escapar si no es con los pies por delante.