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Joseph Roth: postales de un mundo que no volverá

Son las crónicas que el autor escribió durante sus viajes por la Europa de después de la Gran Guerra, un mundo que desembocaría en el nazismo
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Han sido numerosas, cruentas y largas las contiendas a lo largo de la historia, pero solo una es conocida como la Gran Guerra, y lo que la hizo merecedora del epíteto no fue tanto el horror y la muerte, que tuvo en abundancia, como las consecuencias que de ella se derivaron. Una nueva Europa y un nuevo orden mundial, con nefastas consecuencias como el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial, se abría paso entre las ruinas. Los líderes de los países ganadores se habían repartido el botín. Nada menos que el Imperio Austrohúngaro dividido en porciones. Mientras tanto, entre aquellas fronteras desdibujadas, entre aquella enorme devastación, se desplazaban miles de hombres y mujeres que sabían dónde habían nacido, pero desconocían el nombre nuevo que habían dado a su patria.

El más famoso bebedor

Era la Europa de entreguerras, una de las épocas más atractivas de la historia: la de los felices años 20, las grandes migraciones a América y los comienzos del nacionalsocialismo. Podrían leerse miles de páginas sobre este período, pero, afortunadamente, como estamos en el universo en el que aún todo es posible, llega a nosotros en forma de «postales» con una palabra mágica en su título, «hotel», y firmada por el más famoso de los santos bebedores: Joseph Roth. Con una inteligente selección de Michael Hofmann y la habitual y brillante traducción de Miguel Sáenz.
A Roth le gustaba residir en hoteles, era una forma de vida que mostraba su obligado desarraigo, nació en 1894, en Brody, antigua ciudad del desaparecido Imperio Austrohúngaro, y había visitado numerosas capitales europeas, y además los hoteles le ofrecían ese punto de cosmopolitismo que tanto le atraía. En ellos observaba: a princesas, archiduques o príncipes devenidos en limpiabotas, porteros o bailarinas procedentes de diferentes lugares de la antigua Europa. Desde ellos mandaba sus apresurados artículos que reflejaban la actualidad con una viveza, un trasfondo cultural y una ironía, a veces convertida en humor agridulce, que hacen de estas crónicas piezas de gran valor literario, acrecentado incluso cuando acude a sus recuerdos de infancia, como en «Su imperial y Real Majestad (K.y K.)» que comienza como un cuento: «Érase una vez un emperador (Káiser) que era también rey (König)» y en el que resume de forma conmovedora lo que significó éste en su vida: «…Como la muerte del emperador ponía fin a mi patria y a mi infancia, lo lloré a él y a la patria como mi infancia», y desvela que a aquellos días les debe su «apego a las ceremonias» «y en general a todo momento de la historia humana cuya belleza armonice con su grandeza, y a toda tradición que al menos confirme la existencia de un pasado». En esta línea está una «postal» de especial interés para los españoles en la que habla de la influencia de nuestro protocolo en los Habsburgo y que acaba con esta sorprendente afirmación: «Quien no oye las castañuelas en la percusión del comienzo de la Marcha Radetzky no tiene oído para la música».

Hacia el abismo

Joseph Roth vivía en un tiempo al que ya no pertenecía. Sus continuos viajes siguiendo la actualidad que demandaban los lectores no dejan de mostrarle un mundo en pleno cambio, Berlín, Viena, «la pobre y aburrida Albania y el compulsivo régimen de entrenamiento de su ejército»; las devastadoras explotaciones petrolíferas de Galitzia; una Europa que él veía dirigirse hacia el abismo. La Europa que se llena de masas humanas que huyen del totalitarismo y el antisemitismo, los judíos orientales y los campesinos pobres que escapan de la URSS para embarcarse desde Francia o Alemania hacia América. Durante su estancia en Berlín las premoniciones del totalitarismo estremecen cuando describe a los jóvenes alemanes que entonan canciones contra los judíos mientras pasean por las aceras maltratándolos.
La crisis económica en la Alemania de los años 20 y el odio a los judíos eran ya un nefasto presagio de lo que vendría. Solo en París parece encontrar consuelo, algo parecido a lo perdido: «Quien no ha estado aquí solo es medio humano y no es europeo». En las salas de fiestas de la capital francesa brilla especialmente su espléndida e incisiva prosa: «Mucho antes de que pudiera pensarse en visitar la nueva Rusia, la vieja vino a visitarnos», dice antes de dar paso a la descripción de los emigrados zaristas que bailan sus danzas típicas en garitos nocturnos. Cientos de rusos fundaron teatros, coros, ballets y orquestas de balalaicas, hasta que también emigraron a EE UU. Un magnífico y doloroso testimonio del final de una época y de la peligrosa deriva de una Europa que se encaminaba hacia el abismo. Roth, apátrida y lúcido, se tambaleaba, como buen bebedor, entre dos mundos. Dice en la despedida de una de las habitaciones de hotel: «El día será largo porque no habrá melancolía para llenarlo». Nostalgia y melancolía son dos palabras frecuentes en este libro para leer y releer.