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Apocalipsis Now: La atracción de la cultura por el fin del mundo

Aunque esto ya nos lo contaron en el cine y en los libros, nunca pensamos que lo fuéramos a vivir. Aun así, la fascinación por la catástrofe aumenta exponencialmente en los momentos de crisis social
La Razón
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  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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Cuando el filósofo Slavoj Zizek hablaba de la relación entre lo real y lo fantasmático a raíz de los atentados del 11S, decía que el error era pensar que lo real había irrumpido en nuestra cotidianeidad a partir del ataque a las Torres Gemelas. Si las imágenes del hambre y las guerras en el Tercer Mundo que veíamos diariamente en la televisión nos parecían ajenas, ilusorias, como de otro mundo, ahora se proyectaban en nuestra realidad, se integraban en ella con una naturalidad espectral. Lo que había penetrado en nuestro día a día era la virtualidad que creíamos que nunca nos afectaría.
Para el ser humano, la imaginación del Apocalipsis siempre ha precedido al propio Apocalipsis, y la auténtica ruptura con nuestro imaginario se produce cuando la fantasía empieza a retransmitirse en directo, se convierte en acontecimiento, y nosotros pasamos de ser soñadores a víctimas. Por eso la crisis del coronavirus nos coloca en un lugar incómodo, tanto como lo hizo el 11S: porque recrea lo que antes películas como «Estallido» o «Contagio» habían imaginado, porque esos escenarios de ciencia-ficción que representaban nuestro apetito cultural por el desastre empiezan a formar parte de nuestra rutina. Es el horror de lo imposible convertido en real.
La palabra «Apocalipsis» proviene del término griego que puede traducirse como «descubrimiento» o «revelación». Es el último libro del Nuevo Testamento y tiene una dimensión marcadamente profética. En él queda claro que la destrucción o la muerte siempre es necesaria para una resurrección, para una regeneración de la condición humana.
Por ello nuestra fascinación por la catástrofe, que aumenta exponencialmente en los momentos de crisis social y tiene una raíz cristiana, ha de ser entendida desde dos puntos de vista: desde la celebración tanática del final de un proceso envenenado y desde la posibilidad de volver a empezar, aunque sea a costa de renunciar al progreso, reaprendiendo y reinterpretando todo aquello que ha servido para ponernos en peligro. En una serie como «The Walking Dead» o en una novela como «Apocalipsis», de Stephen King, se explica qué ocurre cuando el Apocalipsis nos obliga a hacer tabula rasa y a crear nuevos códigos de relación con el mundo, a menudo modelados según nuestro instinto de supervivencia. Aquí el «descubrimiento» o «revelación» tiene que ver con la propia mezquindad de la naturaleza humana, pero también con sus estrategias de solidaridad o su tendencia al gregarismo.
A cada época le corresponde su Apocalipsis, lo que significa que cada momento tiene su propio generador de miedo. Habría que remontarnos a la epidemia de la Peste Negra, extendida por una Europa que amenazaba con acomodarse en una situación de protoestabilidad económica en el siglo XIV, para entender lo que conocemos como pánico finisecular. El XX fue especialmente cruel a la hora de potenciar los miedos de la población al fin del mundo.
Los 50 fueron el caldo de cultivo para el terror nuclear, con la Guerra Fría y la invasión comunista conquistando la ciencia-ficción de serie B, convertida en terreno abonado para monstruos gigantes y visitas extraterrestres. En los 60 y primeros 70, la guerra atómica fue sustituida por otros antagonistas no menos agresivos: la superpoblación, el agotamiento de los recursos naturales y la contaminación. Es en ese contexto que la literatura empieza a imaginar escenarios de devastación humanitaria –es el caso del mítico «Soy leyenda», de Richard Matheson– donde la enfermedad es la causa de una mutación social que nos condena al confinamiento y la soledad.
Es el terror ecológico de títulos como «La amenaza de Andrómeda» (1971), de Robert Wise, o «The Crazies» (1973), de George A. Romero. Ambos son filmes especialmente virulentos contra las instituciones de control, hijos perturbados de una América que desconfiaba de su gobierno hasta el punto de verlo como el origen del Apocalipsis. En la película de Wise, un pueblo fantasma en medio del desierto recibía la visita de científicos con aparatosas escafandras protectoras que descubrían que sus habitantes habían muerto con la sangre convertida en arena.
Lo más inquietante del filme es algo que sobrevive a la iconografía del subgénero de contagios aniquiladores, esto es: que lo invisible, lo microscópico, lo virtualmente inexistente, puede acabar con la grandeza del universo en un abrir y cerrar de ojos. En aquel caso el virus venía del espacio exterior, verde y hexagonal, pero en «The Crazies» era una prueba fehaciente de una guerra bacteriológica que el Estado sofocaba a golpe de toque de queda y ejecución sumaria, con los militares aniquilando los derechos individuales de los ciudadanos sin ampararse en mandatos democráticos. Romero demostraba que toda película sobre el Apocalipsis es, por definición, una toma de postura política, y que no se puede hablar de enfermedad sin pensar en la sociología, en la economía, en la ideología.

El fantasma del sida

Si hay algo que llama la atención en la ficción apocalíptica vírica es que, con frecuencia, tiende a presentar escenarios realistas que derivan en distopías fantásticas. En el breve pero intenso repunte que se produjo en la década de los noventa, motivada por el fantasma de la expansión del sida entendida como plaga casi bíblica, un título como «Estallido» recuperaba la paranoia del ébola propagado en Occidente en clave de telefilme con aroma a cine de catástrofes de los setenta.
Si vale la pena recordar la película de Wolfgang Petersen no es por sus cualidades documentales, sino por una escena de tos y contagio en el interior de una sala de cine que, por un lado, funcionaba como divertido, escalofriante juego metalingüístico, y que, por otro, demuestra, a día de hoy, que la decisión de cerrar locales públicos por el coronavirus ha llegado acaso un poquito tarde. En ese sentido, una película más reciente, y mucho más rigurosa en su implacable ejecución como es el «Contagio» de Steven Soderbergh, explicaba el Apocalipsis como si el virus construyera una perfecta cadena de montaje del horror en la que la intimidad, el contacto y la cercanía son letales bombas de relojería. En «Contagio» el virus que causa la demolición del estado del bienestar es también el de la sociedad de la información, que propaga noticias falsas con la velocidad con que una fiebre hemorrágica contamina las células de un organismo vivo.
Los escenarios resultantes son pura poética de la desolación. Imposible no recordar, en «Doce monos», la imagen de los animales del zoológico sueltos por la ciudad, paseándose entre coches vacíos y edificios grises como panteones monumentales. Imposible, tampoco, no volver a esa imagen de un Londres vacío y patas arriba, como un lugar donde ha habido un éxodo imprevisto después de una fiesta caníbal, de «28 días después».
Ahora, en el Apocalipsis contemporáneo, los zombis se llaman «infectados» y pueden dejar a los supervivientes confinados en sus apartamentos, condenados al silencio y a la hambruna para no delatar su presencia, como ocurría en «La noche que devora el mundo». Hay en esa cinta una imagen terrible que traduce lo que para nosotros, urbanitas con derecho a wi-fi, entendemos como la peor de nuestras pesadillas: la incomunicación de dos personas que están separadas solo por una calle y que intentan hablar por signos para sentirse menos solos en un mundo que ha terminado.
¿Y qué hay después del Apocalipsis? Lo que parecía una nueva civilización que copiaba, con una mezcla de primitivismo tribal e imperialismo típicamente desarrollado, el modelo humano en clave simiesca en la memorable «El planeta de los simios» da un vuelco considerable en una imagen final que es epítome del Apocalipsis cósmico.
Cuando Charlton Heston descubre que el planeta que él creía alejado de su patria, en tiempo y en espacio, es la Tierra, con la Estatua de la Libertad hundida a medio pecho en la arena de una playa, el atardecer distópico de la humanidad enseña su rostro más cruel. No solo porque le muestra que la proyección de su futuro es su pasado más animal, sino también porque estamos destinados a repetir nuestros errores aun después de la aniquilación total. Nuestro destino será regresivo o no será. Todo Apocalipsis es un cuento moral, y toda fábula se nutre de sus paradojas: siempre nos quedará la esperanza de saber que fue la gripe la que derrotó a los marcianos de «La guerra de los mundos».

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