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Lo que piensa Ramiro de Maeztu, el escritor de cabecera de Abascal

El notable y brillante ensayista, que ayer volvió a la actualidad al llevar el líder de Vox uno de sus libros más emblemáticos al Congreso, fue autodidacta y su pensamiento conservador le dejó en una injusta segunda fila

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Ramiro de Maeztu no es un autor desdeñable. Quizá se mantenga en un segundo plano, postergado, porque fue de derechas. Sin embargo, aquel vitoriano nacido en 1874 fue uno de los más brillantes ensayistas, periodistas y pensadores políticos del siglo XX español. Colaboró profusamente con la prensa, hasta el punto de que su obra periodística es de muy difícil recolección. Practicó un periodismo de ideas, apegado a la actualidad, muy combativo, en el que debatía con otros pensadores y periodistas. No pasó por la Universidad. Fue un autodidacta, pobre en su juventud, que supo labrarse una profesión y un nombre. No resultaba indiferente, y su influencia se dejó notar.
Su tiempo también estuvo lleno de grandes acontecimientos que le permitieron evaluar, pensar, analizar y discutir los pilares de la civilización, y la esencia de España. Contempló la pérdida de las colonias en 1898, la Primera Guerra Mundial, la revolución rusa, la Dictadura de Primo de Rivera, la caída de la Monarquía y la proclamación de la República, en una España que, como escribió Josep Pla, nadie era capaz de aventurar qué iba a ocurrir.
El pensamiento de Maeztu no fue lineal, al igual que el de muchos españoles que vivieron a caballo entre los siglos XIX y XX. Ya lo contó José María Marco en «La libertad traicionada», quien introdujo a Maeztu entre otros pensadores cambiantes, como Unamuno, Ortega, Azaña, Joaquín Costa, Ganivet o Prat de la Riva. Ramiro de Maeztu fue radicalizando su pensamiento hacia el conservadurismo autoritario. Comenzó en el voluntarismo nietzscheano, pasó por el anticlericalismo, el liberalismo social de corte británico, el catolicismo social, hasta que apoyó la dictadura como forma política en la persona de Primo de Rivera, y después pasó a la extrema derecha en los años treinta.
Sin embargo, sí hubo una línea de continuidad en el pensamiento de Maeztu, presente en su «Defensa de la Hispanidad» (1934), y que, como ha señalado el historiador González Cuevas, podría cifrarse en un nacionalismo español esencialista, el elitismo social, el militarismo y el repudio al socialismo y, por tanto, su abrazo al capitalismo. Esa línea habría marcado su evolución hacia el conservadurismo autoritario.
La primera etapa de su pensamiento está marcada por la derrota de 1898. Ya había pasado por la redacción de «El Porvenir Vascongado», donde conoció a Unamuno, y luego por la de «El Imparcial», coincidiendo allí con Ortega. Aquel Maeztu creía que la salvación de España estaba en Europa, en que los españoles se mirasen en los europeos para modernizar el país, ser industriosos, trabajadores, inmersos en un proceso de construcción nacional. La nación debía salir de su decadencia mirando hacia fuera. Esto se conseguía, decía él, a través de la escuela: formar nuevas generaciones al margen de la enseñanza religiosa, difundiendo valores patrióticos y cívicos. La dirección de este proceso de ingeniería social debía estar en manos de una nueva élite, que solo podía ser la de aquellas regiones que entonces se consideraban más adelantadas: Cataluña y Vizcaya, aunque sin olvidar el peso de Castilla.
Marchó a Gran Bretaña como corresponsal de «La Correspondencia de España», y allí cambió su pensamiento. Estudió a la primera potencia del mundo, fascinado por su organización social e industrial, y por su poder. Asumió la importancia del hecho religioso y del reformismo social como elementos de cohesión nacional. El estallido de la Gran Guerra dio otro impulso a sus ideas ya que le preocupó la situación del nacionalismo español en comparación con el de otras naciones europeas, y vio en el militarismo una solución para el orden social y político, para la nacionalización de las masas que diría el historiador George L. Mosse.
La revolución soviética conmocionó a Occidente. Maeztu vio en los acontecimientos rusos y en su repercusión europea un peligro inminente de revolución social que haría temblar los cimientos de la civilización. Esto le hizo romper con el liberalismo y asumir buena parte del pensamiento conservador. De hecho, vio con buenos ojos el ascenso del fascismo en Italia, al que atribuyó un poder de modernización y cohesión del que carecía la democracia liberal para ordenar una sociedad en crisis.
Apoyo a Primo de Rivera
El resultado de ese acercamiento al autoritarismo fue el apoyo que dio al golpe de Estado militar de Miguel Primo de Rivera. Aconsejó al dictador que institucionalizara su proyecto; es decir, defendió que el parlamentarismo liberal había muerto, a su entender, porque no proporcionaba soluciones sociales y políticas para atajar la crisis nacional, y que la dictadura debía cobrar entidad, convertirse en un régimen.
La República de 1931 le pareció la confirmación a sus temores: España se derrumbaba por la debilidad de los que aún creían en el parlamentarismo, la democracia y la libertad, que dejaban el campo libre a las izquierdas y a los nacionalistas para romper el país y llevarlo a la revolución. Desde el primer momento combatió el régimen, primero desde la prensa, luego a través de la conspiración que justificaba el uso de la fuerza y un golpe de Estado, y finalmente mediante la sociedad cultural «Acción Española».
Maeztu se convirtió en la época republicana en el gran intelectual de la extrema derecha monárquica. En 1933 fue elegido diputado. No tuvo grandes intervenciones, pero sí sonados enfrentamientos. El espectáculo y la bulla eran lo suyo, a pesar de haber sido un hombre de letras durante décadas. En la cúspide su popularidad publicó «Defensa de la Hispanidad» (1934), una colección de sus artículos en torno a la preocupación sobre el devenir del país; o como diría Ortega: «Dios mío, ¿qué es España?».
En la obra defendió la recuperación de España a través del catolicismo y el americanismo, ese espíritu que hermanaba fe religiosa y espíritu, y en el que ya había insistido años antes, por ejemplo, Rafael María de Labra. La idea era que los españoles habían llegado a la culminación de su ser, del destino en lo universal, que apuntaría José Antonio Primo de Rivera, cuando el Imperio permitió la expresión de su naturaleza: la ambición, la fe y la solidaridad. España, decía Maeztu, había llevado los ideales de igualdad y libertad al otro mundo, al tiempo que lo había evangelizado. Ese fue el gran momento español: fe, sacrificio y fuerza. Eso era la Hispanidad, el carácter universal de los grandes valores civilizatorios, identificados con España. Sobre eso debía forjarse la nación; un nacionalismo que permitiera defender a la patria de sus enemigos externos e internos, especialmente estos últimos, agentes de la revolución social. ¿Qué era la patria para Maeztu? La obra del espíritu, del volk para el nacionalismo alemán, que unía a todos los miembros de una sociedad, un ideal. Eso era la Hispanidad: un pasado glorioso y un futuro idealizado, fundado en la fe y la fuerza, en algo parecido a la «intrahistoria» de Unamuno, esa línea de continuidad histórica en el pueblo español.
Sin esa Hispanidad, sin la defensa de la cultura y la nación, de su historia y religión, el país no era nada. Maeztu creía que si España dejaba de ser católica, dejaba de ser España. En consecuencia, no defender esa Hispanidad era ser «antipatria». La labor de los buenos patriotas, entonces, era devolver a España a su senda natural, echar a un lado –siendo generosos- a los que querían traicionarla, a los cobardes, a los débiles, a los egoístas, lo que solo podía conseguirse con un proyecto autoritario que impidiese la revolución social. De esta manera, España sería para el mundo lo que ya fue en el siglo XV, el «Cristo de los pueblos», que escribió y que luego el franquismo adoptó como «Centinela de Occidente».
Maeztu otorgaba a España una misión universal, pero primero tenía que reconstruir la comunidad y recobrar su soberanía. Estaba entonces en apogeo su conservadurismo autoritario, colindante con el fascismo. Por esto pensaba que cuanto peores fueran los tiempos, mejor para la resolución del problema. El enfrentamiento entre dos promesas de un mundo mejor, las que propagaban la extrema izquierda y la extrema derecha, daría como consecuencia un mundo mejor. Lo peor, apuntaba, eran las «medias tintas», los consensos. «Las nuevas generaciones –escribió– tienen gran suerte al tener que elegir entre la fe y el escepticismo en vez de perderse, como la nuestra, en verdades a medias e ideales truncos». Desde las elecciones de febrero de 1936 Maeztu alentó el golpe de Estado. El 17 de julio escribió su último artículo diciendo que había que defender la civilización, siempre en riesgo. Fue internado en la Cárcel de Ventas, en Madrid. Un día de octubre le llevaron hasta Aravaca, donde la asesinaron. En el otro lado, el «patriótico», hacían lo mismo.

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