Un libro imprescindible

El hombre que pudo (y no le dejaron) cambiar el arte catalán

José Ignacio Abeijón publica la edición más completa de las memorias de Joaquín Torres-García

Un autorretrato de Joaquín Torres-García
Un autorretrato de Joaquín Torres-García Mnac

Hay artistas que consideran que todo lo que tienen que contar está en sus cuadros, algo que, por ejemplo, podemos limitar a Pablo Picasso. Hay, sin embargo, otros que consideran que además de su obra plástica, deben dejar por escrito lo que han sido sus vivencias, una pieza más de su propia producción artística. Ese fue el caso de Joaquín Torres-García, uno de los nombres más importantes del arte en la primera parte del siglo pasado. De origen uruguayo, su talento también llegó a nuestro país y se codeó con los autores más innovadores del París de la revolución de las vanguardias. Pero Torres-García quería que su rica trayectoria se convirtiera en un libro. Eso es lo que encontramos en un título imprescindible, «Historia de mi vida. Memorias de un artista constructivo», que regresa a las librerías junto con «500ª conferencia». El investigador y librero José Ignacio Abeijón es el responsable de esta nueva edición que ve la luz de la mano de Fórcola. Estamos ante un documento de primer orden, unas confesiones sinceras, escritas en tercera persona, en las que Cataluña tiene un papel importante, mucho más allá de un simple decorado.

Esta autobiografía nos ilustra sobre una verdad incómoda como es el hecho de que no se ha pagado aún la gran deuda que tiene Cataluña con Torres-García. Aún no se ha acogido en un museo como el Mnac la gran retrospectiva que se merece y que hace pocos años, en cambio, sí pudo contemplarse en todo su esplendor en Nueva York. Aún queda mucho por hacer sobre este artista

Torres-García argumentaba que, cuando ya se aproximaba a los sesenta años, era el momento de hacer balance de lo que habían sido sus muchas preocupaciones, además de hacer recuento de los paisajes en los que había vivido y de las personas que había conocido. Con suma modestia optó por ponerse a sí mismo «como a otro personaje cualquiera, y así me veré con menos parcialidad. Hablaré, pues, de mí, en tercera persona». Y eso es lo que hizo con gran talento.

En «Historia de mi vida» apa-recen algunos de los nombres propios que intentaron renovar el arte catalán, capitaneados por Joaquín Torres-García. De esta manera, podemos tener información de primera mano sobre Joan Salvat-Papasseit, Josep Maria de Sucre, Josep Dalmau o Feliu Elias, también conocido como Apa. Además de las palabras, en el libro tenemos la suerte de contar con numerosos dibujos con los que el artista retrata algunos de los rincones que marcaron su trayectoria.

Joaquín Torres-García llegó por primera vez a suelo catalán en 1891, llegando inicialmente a Mataró, «una ciudad pequeña, casi un pueblo, pero tenía cosas». De allí pasó a Barcelona, que lo fascinó de inmediato, donde, como él mismo escribió, «ciertas calles son un libro abierto que dicen muchas cosas, y ciertas plazuelas, ciertos barrios, comparados unos con otros, nos hacen pasar de tipos de hombres y cosas, a otros, los más heterogéneos y hasta opuestos; y no solo por costumbres diversas, sino por raza».

En la capital catalana no tardó coincidir con otros autores destinados a marcar tendencia, como fue el caso de Joaquim Mir, Ricard Canals, Joaquim Sunyer o Isidre Nonell, siendo amigos de ellos pese a las discrepancias estéticas. Gracias a este libro también podemos sumergirnos en los primeros momentos de la construcción de la Sagrada Familia. De Gaudí recordaba que «era un hombre genial, que concebía en grande escala (quizá demasiado) como para medirse con los grandes. Éste era el ambiente de allí. Pero jamás comprendió a Torres-García –o quizá no quiso comprenderle porque no era catalán– y razones tenemos para decirlo, porque si bien es cierto que le distinguía entre otros, ya por las conversaciones que tenía con él, ya porque le secundaba perfectamente en la obra que todos juntos hacía, no por esto creyó nunca de él que pasase por un mediano artista». Gaudí incluso le sugirió que se dedicará a la enseñanza y que dejara los temas artísticos.

También resultan fascinantes los pasajes que el pintor dedicó a Salvat-Papasseit para quien realizó la portada del libro «Poemes en ondes hertzianes». De él poeta apuntó que «era un hombre de menos de mediana estatura, flacucho, rostro afilado de un pálido moreno, y dos ojillos negros de ratón, de extraordinaria vivacidad. Regularmente hablaba sin precipitación, sin insistir para convencer, como si poseyese una gran confianza en sí mismo. Y así sin salir de tono, iba diciendo cosas terribles, pues bajo aquella apariencia indiferente, había un hombre más libre y rebelde. A fuerza de bondad y sentimiento de justicia, era un anarquista».

Uno de los episodios más controvertidos es el de la realización de una serie de murales destinados a lo que hoy es el Palau de la Generalitat, un gran proyecto de tonos innovadores que hubiera supuesto un soplo de aire fresco en el arte catalán. Pero las cosas salieron muy mal, hasta el punto de que todavía se está pagando ese error. Las cosas fueron de la siguiente manera, siempre según el testimonio de su principal protagonista.

El que fuera presidente de la Mancomunitat, Enric Prat de la Riba, le realizó a nuestro protagonista un encargo: la decoración del llamado Saló Sant Jordi de lo que hoy es la Generalitat. Torres-García realizó varios cartones para esta gran obra, pero no tardaron en surgir algunas serias discrepancias con Puig i Cadafalch, encargado de sustituir a Prat de la Riba tras su fallecimiento. Puig i Cadafalch «quería acaparar el resto y someterlo a su sola dirección. Y aquel Salón, justamente, parece que él lo tenía pensado (eso se decía) bien de otra manera, quizá con ricas telas y tapices, pendones y banderas, lampadarios suntuosos... ¡y Torres era el estorbo que le impedía realizar este sueño! Por esto hubo momentos hasta que la hábil diplomacia de Prat de la Riba estuvo a punto de fracasar y solo por un hilo se salvó la cosa».

Una vez muerto y enterrado Prat de la Riba, las peleas se acentuaron, con conspiraciones del pintor Antoni Utrillo como fondo. Puig se había convertido en «un rey con su trono» y había decidido deshacerse de la labor del artista, pese a que este estaba dispuesto a seguir con su labor sin cobrar un céntimo. «La Diputación no puede aceptar ninguna limosna», dijo Puig como excusa para que no siguiera el pintor su cometido.

Todas las puertas se le cerraron y los medios se callaron. Cataluña perdía de esta manera su oportunidad de ser moderna y apostó por el fracaso.