Tribuna
Lawfare
El Documento Ético de Podemos recoge entre sus compromisos el de renunciar al cargo público que ostente alguno de sus miembros “en caso de serprocesado o condenado por las faltas [sic] o los delitos que se determinarán en el reglamento que a tal efecto publicará la Comisión de Derechos y Garantías”. Incluye además un listado de delitos que implicarán siempre la renuncia para, a continuación, añadir un matiz que invalida tan bienintencionada previsión: que el precepto se aplicará “con las matizaciones necesarias cuando exista un contexto de acoso judicial con intenciones políticas (lawfare) y alejado del derecho”. Así, para graduar los niveles de exigencia ética, bastaría con decidir (¿por quién?) que se ha utilizado torticeramente un proceso judicial. Y aunque cada uno es libre para subir o bajar el listón hasta donde considere oportuno, la invención de hipotéticos acosos judiciales no deja de suponer un ejercicio de cierta irresponsabilidad institucional, ya que implica directamente acusar a uno de los poderes del Estado de actuar al margen del derecho.
El origen de la expresión lawfare o guerra jurídica - popularizado en 2001 por un texto del coronel estadounidense Charles J. Dunlap - se suele atribuir a los autores australianos John Carlson y Neville Thomas Yeomans quienes, en su artículo “Hacia dónde va la ley: humanidad o barbarie” (1975), escribieron: “La guerra jurídica reemplaza ir a la guerra y el duelo es con palabras en vez de con espadas”. No obstante, aunque dicha expresión sea de origen reciente, el uso abusivo del derecho es innato a él, constituyendo ejemplos tradicionales de instrumentalización de causas judiciales el falso testimonio o la acusación y denuncia falsas.
El lawfare se ha proyectado fundamentalmente en el ámbito del derecho internacional, donde cobraría especial sentido su significado de guerra jurídica como sustitutivo de contienda bélica. También se ha extendido su uso en el ámbito interno de los estados, como por ejemplo para solventar conflictos entre el gobierno y la oposición (en ambos sentidos), o para la represión de determinadas minorías.
El código ético referido parece querer utilizarlo en el plano de una supuesta persecución judicial de su partido, como lo demuestra el uso de la expresión “acoso judicial con intenciones políticas”. No hay referencia alguna al uso tendencioso del poder judicial por el adversario político (judicialización de la política), prefiriéndose, en cambio, colocar a los jueces como enemigos del partido. Mensaje irresponsable y, desde luego, falaz.
De esta forma, sería suficiente el dictado de cualquier decisión incómoda o adversa por un tribunal para atacar directamente a la justicia. El supuesto más reciente, la condena del diputado Alberto Rodríguez por el Tribunal Supremo por la comisión de un delito de atentado a un agente de la autoridad y las desaforadas reacciones que ha provocado entre algunos dirigentes de su partido. El normal funcionamiento de un estado de derecho, donde es lógica la condena penal por la comisión de un delito - en este caso la agresión a un policía -, nunca podrá ser calificado como mobbing judicial. Seamos honestos. Bastaría analizar además otras resoluciones dictadas por el mismo tribunal - sirva de ejemplo la inadmisión esta misma semana del recurso interpuesto por el Partido Popular y Vox contra el nombramiento de la Fiscal General del Estado por el Gobierno al que pertenece Podemos -, para desmontar cualquier tesis sobre un posible acoso por los togados al Gobierno, a los partidos que lo conforman o a cualquiera de sus parlamentarios por el simple hecho de serlo.
El propio uso de una terminología belicista ya revela cierta comodidad en la generación de situaciones de conflictividad y pervivencia en las mismas. Siendo justos, el conflicto no surgió hasta la reinterpretación por la Mesa del Congreso - tardíamente reconsiderada por su presidenta tras un oficio enviado por el presidente de la Sala Penal - de la condena de inhabilitación de cargo público impuesta a Alberto Rodríguez. Lo que se denunciaba como guerra jurídica no era sino guerra institucional, evitada en último extremo al cumplirse la sentencia. Aun así es preciso advertir de los riesgos de caer en ciertas tentaciones. Por desgracia, conocemos de sobra precedentes de retrasos o interpretaciones fraudulentas - cuando no incumplimientos - de resoluciones judiciales, solo sirven para tensar la relación entre los distintos poderes del Estado y alterar su normal funcionamiento. Tan peligroso es torcer el derecho como torcer una decisión judicial, puesto que no deja de constituir una interferencia de un poder del Estado en otro. Y si tanto preocupan las incursiones de jueces en el ámbito político, también debería hacerlo la politización de la justicia y la usurpación de funciones judiciales por el legislativo o el ejecutivo. De ambas cosas nos tenemos que cuidar.
Pablo Baró es magistrado y presidente Asociación Profesional Magistratura Cataluña