Periodismo
Dorothy Kilgallen, la periodista que murió por saber quién mató a Kennedy
Nunca se han podido aclarar las circunstancias que rodearon la muerte de la reportera que más se acercó a la resolución del magnicidio
El periodismo nunca ha sido fácil. El buen periodismo, evidentemente. A veces el precio que se paga por una información es demasiado elevado: la propia vida del reportero. Un buen ejemplo de esta afirmación se llama Dorothy Kilgallen. Tal vez su nombre no les diga nada, pero en los años sesenta era una de las firmas más leídas en Estados Unidos gracias a su columna diaria titulada “Voice of Bradway” para “The New York Journal-American”. A ello se le sumaban sus colaboraciones en la radio y su participación en el concurso televisivo “What’s my line?” por donde pasaban celebridades como Muhammad Ali, Groucho Marx o Elizabeth Taylor. Kilgallen se había especializado en escribir crónicas sobre el mundo del espectáculo, aunque en el pasado había escrito sobre sucesos, por ejemplo, sobre la saga de Sam Sheppard, el personaje real que inspiró la serie y la película “El fugitivo”. También era muy buena manejando datos sobre la CIA y el FBI donde siempre tuvo muy fuentes óptimas.
En 1964, la periodista creía haber encontrado un tema sobre el que valía la pena indagar: el asesinato de John F. Kennedy. Kilgallen partía de la premisa de que empezaban a surgir numerosas dudas sobre aquel crimen que parecía demasiado complejo como para ser cometido solamente por un tipo llamado Lee Harvey Oswald y con un arma barata comprada por correo. El presidente Lyndon B. Johnson encargó a un grupo de sabios, encabezados por Earl Warren, que aclararan esos dramáticos hechos. Para llevar a cabo su cometido trataron de hablar con todos los testigos, pero hubo uno a quien no quisieron escuchar. Era Jack Ruby, el hombre que había disparado contra Oswald dos días después del magnicidio. Pese a que tenía la voluntad de comentar su versión de los hechos, le pidió a la comisión que lo trasladaran a Washington donde se sentiría seguro. “No puedo contar la verdad en Dallas”, dijo el asesino. Pero Warren y su equipo no respondieron a esas peticiones.
En febrero de 1964, Ruby tuvo que comparecer ante la Justicia por el asesinato de Oswald y Kilgallen viajó a Dallas para hacer el seguimiento del proceso. En sus columnas, la periodista empezó a plantear las dudas que había sobre lo sucedido en Dallas con Kennedy. Un mes más tarde regresó a la capital texana y consiguió una entrevista a solas con Ruby. Killgallen prefirió no revelar ningún detalle sobre aquel encuentro, aunque se limitó a asegurar a algunos de sus amigos que “tuvo que haber una conspiración”. Sí publicó que había encontrado pruebas que demostraban que era Jack Ruby, una semana antes del asesinato, se reunió en su club de Dallas con un oficial de policía llamado J. D. Tippit y el empresario Bernard Weissman. El agente fue supuestamente asesinado por Oswald poco después de la muerte del presidente. Por su parte, Weissman era un ultraderechista que había demostrado un radical punto de vista opuesto a las políticas de Kennedy. Otra de las revelaciones de Kilgallen se refería al cambio de recorrido que hizo la caravana presidencial en el último momento y que convirtió a Kennedy en un objetivo fácil para su asesino.
Buena parte de estas informaciones le fueron facilitadas a la periodista por otro compañero de profesión llamado Thayer Waldo quien prefirió no publicarlas. Pensaba que si todo aquello veía la luz su vida correría peligro. Pero Kilgallen también interrogó a algunos de los testigos del magnicidio y pudo contrastar que muchos de ellos fueron obligados a cambiar su propio testimonio como consecuencia de las presiones de la Policía de Dallas y del FBI. También viajó a Nueva Orleans, la ciudad en la que muchos de los conspiradores del caso se encontraron, ya fueran miembros de la Inteligencia estadounidense, el crimen organizado o los exiliados cubanos.
A medida que sabía más sobre aquella tragedia, Dorothy Kilgallen creía, como le dijo a algunos de sus amigos, que tenía “la exclusiva del siglo”. Todo ello debía desembocar en un libro en el que se aclararían todos los interrogantes sobre el caso. Pero nunca se publicó. Todo aquel material, al igual que su autora, desapareció el 8 de noviembre de 1965. Ese día encontraron su cadáver en su casa de Nueva York. Estaba sentada en la cama solamente vestida con una bata y todavía llevaba el maquillaje de su última aparición en televisión unas pocas horas antes. Nunca se ha podido establecer con total certeza de qué murió: sobredosis de barbitúricos, un hipotético accidente o un ataque al corazón. Se especuló también que se hubiera suicidado, pero no apareció evidencia alguna que apoyara esa hipótesis.
Las numerosas notas tomadas en el transcurso de su investigación desaparecieron. No se encontró ni una sola de las páginas que había escrito para el libro sobre el asesinato de Kennedy y que tanto esfuerzo había dedicado. Sí se sabía que Dorothy tenía una cercana amiga que era su confidente. Se llamaba Florence Pritchett, era la esposa del embajador estadounidense en Cuba Earl T. Smith. Dos días después del fallecimiento de Kilgallen murió de manera repentina.
Años después se supo que el director del FBI, J. Edgar Hoover, había ordenado que Kilgallen fuera espiada. También se descubrió que la policía nunca buscó huellas dactilares en el apartamento de la reportera cuando se descubrió su cuerpo sin vida.
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