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“Aprenda a desaprender” (parte I)
Un famoso maestro lanzó un reto a un joven que le había podido convertirse en su discípulo. Le formularía una pregunta, y si conseguía responderla correctamente, él accedería a convertirse en su maestro en el plazo de tres años. A pesar de que tres años se antojaba una espera demasiado larga, el aspirante estaba tan ansioso por acceder a los conocimientos de aquel gran sabio que se afanó en encontrar la respuesta hasta que logró dar con ella. Entonces el maestro le dijo: “tu respuesta es correcta, vuelve dentro de tres años”. Transcurrido ese tiempo, al discípulo aventajado se le ocurrió preguntar a su mentor qué habría ocurrido de no haber encontrado la respuesta. Este le miró y le dijo: “que te habría admitido como discípulo al instante”.
La moraleja que podemos extraer de este pequeño cuento es simple: para asumir enseñanzas nuevas antes es necesario aclarar la mente y dejar espacio libre para lo nuevo. En plena Era VUCA, la historia del maestro y sus resabiados discípulos es especialmente pertinente. Porque la cantidad de información que pasa hoy por nuestra mente excede con mucho nuestra capacidad para procesarla. O, al menos, excede la capacidad a la que estamos acostumbrados a procesarla. Y no se trata de una simple cuestión de volumen. La velocidad con la que se actualizan los conocimientos, en la que por la tarde surgen novedades que dejan obsoletas a las que aprendimos por la mañana, nos obliga a gestionar el conocimiento que almacenamos en ese prodigioso (pero limitado) disco duro al que llamamos “cerebro” de una forma nunca vista hasta la fecha. Algunos hablan de la capacidad de “desaprender” lo aprendido como la gran cualidad intelectual de esta Era tecnológica. De la necesidad de transformar nuestra mente en un órgano flexible, sujeto a constantes revisiones, sin atarse a dogmas o tradiciones. De convertirse en un órgano líquido. Conviene, sin embargo, comentar algunos aspectos acerca del concepto de “desaprendizaje”.
En primer lugar hay que aclarar que, aunque etimológicamente pueda parecerlo, “desaprender” no es lo contrario de “aprender”. Uno no puede formatear el cerebro. Es imposible. No existe ese botón que simplemente borre lo sobrante o lo inservible para dejar vía libre a lo nuevo. El cerebro no funciona a sí. Lo que hemos aprendido es inmutable, se queda con nosotros para siempre. Por eso, desaprender tiene más que ver con replantarse lo ya aprendido, con mirarlo de otra manera y desde otro punto de vista. Pero teniendo claro que lo nuevo no elimina lo antiguo. Lo que sí es posible es superponerlo, darle mayor peso e importancia para que nuestro cerebro lo seleccione por encima de aquello que ya no nos es útil.
En realidad el problema no está en aquello que ya sabemos, sino en darnos el permiso para cuestionarnos esos conocimientos e, incluso, para dejar de creer en ellos. Desaprender es precisamente plantearse de forma crítica lo que uno sabe. La primera ventaja de este enfoque es que nos pone alerta y nos hace conscientes de que lo que antes nos funcionaba es posible que haya dejado de funcionar, y que, por tanto, deberemos apartarlo y considerar otras opciones. Esa es la clave. Incorporar nuevas opciones. Porque hacer las cosas diferentes solo porque está de moda o porque queda bien no es desaprender. Todo desaprendizaje implica un nuevo aprendizaje. Ya que lo contrario sería como poner una venda en la herida sin curarla antes. Al desaprender estamos curando la herida.
Radiografía del “desaprendedor”
¿Y cómo son estos “desaprendedores”? El desaprendizaje está íntimamente relacionado con la cultura del esfuerzo. Esto quiere decir que las personas que desaprenden saben aplazar la recompensa y tienen la capacidad de estar permanentemente abiertos a lo nuevo. Poseen disciplina de aprendizaje y son capaces de mantener el esfuerzo a lo largo del tiempo. De este modo no ven limitadas ni comprometidas sus posibilidades de futuro, sino que son capaces de adaptarse a los nuevos tiempos sin perder oportunidades.
Otra característica de estos “desaprendedores” es que son personas que viven en permanente un estado “wow” . Están predispuestos a dejarse sorprender porque no dan nada por sentado. Dan más importancia al proceso que a los resultados, al camino que a la meta. Y si se dan cuenta de que hay algo en el camino recorrido que les chirría, no tienen en problema en retroceder. Su carácter es más proclive a dar que a recibir. Son generosos con los demás y con ellos mismos. Y esa generosidad incluye indulgencia plena para aprender de cualquiera y en cualquier momento. Tienen una alta capacidad de observación y son unos maestros en el uso de las preguntas. En lugar del “tú te callas y me dejas hablar a mí”, su filosofía es más del “¿y tú qué opinas?”. Toleran el error y hasta lo alientan siempre que de él se pueda extraer algún aprendizaje. Potencian más las destrezas o habilidades que los conceptos. Son más flexibles que rígidos y viven alejados del prejuicio y del cliché.
Aprendizaje dinámico
“Los seres humanos somos arquitectos de nuestro propio cerebro”, decía
Santiago Ramón y Cajal, quien ya se estaba refiriendo claramente a esa capacidad plástica de nuestro cerebro a pesar de que la tecnología disponible en su época no le permitiera observarla científicamente aun. El Premio Nobel español nos estaba anticipando algo que hoy sabemos con certeza: la naturaleza dinámica del aprendizaje humano. Siempre puede ser revisado y reajustado. El aprendizaje en el ser humano es incompleto, tiene forma de espiral. A diferencia de otros monos de carácter antropomórfico, los humanos nacemos con una cabeza relativamente pequeña y somos, como consecuencia de ello, más inmaduros cerebralmente. Esta aparente desventaja en realidad es muy beneficiosa para el posterior desarrollo de nuestro cerebro, ya que favorece el surgimiento de innumerables redes neuronales en el mismo.
En los años 60 del siglo pasado, el neurocientífico Joseph Altman demostró que no es cierto el mito de que nacemos con un número finito de neuronas que van muriendo a medida que cumplimos años. Su teoría de la neurogénesis probó que las neuronas se van reponiendo y que nacen nuevas unidades también a lo largo de la vida adulta. Esa generación de nuevas neuronas se produce en dos áreas localizadas del cerebro: la zona subgranular del giro dentado del hipocampo y la zona subventricular de los ventrículos laterales. La neurogénesis adulta es fundamental para el aprendizaje, ya que las nuevas neuronas se comunican con las ya existentes para producir nuevas conexiones y sentar las bases para nuevos aprendizajes. Este fenómeno es conocido como neuroplasticidad. Hoy sabemos que las neuronas tienen la facultad de estar en permanente estado de reorganización. El cerebro se reestructura de forma continua a través de nuevas conexiones o sinapsis. Se establecen nuevos circuitos neuronales capaces de reorganizar la información. El ser humano desarrolla unos 85 millones de neuronas a lo largo de su vida. Pero el ser más inteligente del planeta no es aquel que genera mayor número de neuronas, sino aquel en cuyo cerebro se generan nuevas y diferentes conexiones.
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