Opinión

El pin cibernético

"El Gobierno defiende que haya regiones de España más ricas que otras, y ciudadanos que reciban mejores prestaciones públicas que otros"

Salvador Illa y Juan Espadas
Salvador Illa y Juan EspadasLa Razón

Se ha publicado hace unos días un trabajo (aún pendiente de revisión por pares) que sugiere que es inevitable que las inteligencias artificiales (IAs) desarrollen conciencia. El trabajo es, en lo fundamental, un modelo matemático, pero concluye que las IAs acabarán adquiriendo todas las capacidades que hacen posible la conciencia humana (las cuales, por cierto, hemos encontrado en otras especies animales, si bien de un modo mucho más rudimentario). Tener conciencia es alcanzar el nivel del sujeto cartesiano: pienso, luego existo. Lo cual no significa ser humano, claro está. Paradójicamente, somos algo más que criaturas capaces de razonar y de preguntarnos por el lugar que ocupamos en el universo a partir de datos almacenados en nuestra cabeza. Podemos también reflexionar sobre nuestra interacción con el mundo: pensar sobre el bienestar que procura el sol de la primavera temprana sobre nuestra piel o el placer que nos embarga al morder un trozo de sandía fresca en pleno verano. Para llegar a algo así, habría que dotar a las IAs de sensores y mecanismos que las pusieran en conexión constante con su entorno y ello, a múltiples niveles: auditivo, visual, táctil… lo cual no es tampoco imposible de conseguir. Pero más paradójico aún, ser humano es también dejarse llevar por todo tipo de pulsiones, pasiones y arrebatos, tanto positivos (arrojarse sin pensarlo al mar para rescatar a un desconocido que se ahoga) como negativos (beber una cerveza tras otra en una fiesta aun sabiendo que al día siguiente tendremos resaca). Ciertamente, hasta estos comportamientos aparentemente irracionales tienen una base biológica y un sentido evolutivo. Así, cuando nuestro altruismo nos lleva a salvar heroicamente a ese desconocido de un ahogamiento casi seguro, estamos suscribiendo, en realidad, una póliza de vida, porque esperamos que alguien nos trate del mismo modo en el futuro si nos encontramos en una situación igual de comprometida. De la misma manera, beber alcohol (incluso en exceso) ayuda a reducir las tensiones inherentes a la vida en sociedad, que puede volverse más llevadera que si estuviésemos rodeados constantemente por abstemios inflexibles. Quién sabe, a lo mejor es posible programar a las IAs para que adopten también estos comportamientos menos lógicos, hasta lograr máquinas capaces de llegar a conclusiones tan humanas como «amo, luego existo» o «soy feliz, luego existo». Pero eso sería un error. Para comportarse de forma irracional ya están los propios seres humanos. En cambio, andamos bien escasos de mentes que tomen decisiones racionales sobre innumerables asuntos vitales para la buena marcha de nuestras sociedades.

Y es que vivimos presos de las mayores contradicciones (a su vez, fruto de la irracionalidad con la que abordamos los problemas) y no podemos permitírnoslo. Pongamos un ejemplo de plena actualidad: el modelo de financiación territorial que más conviene a nuestro país. Mientras contamos con un Ministerio de Igualdad que defiende que hombres y mujeres han de cobrar lo mismo por hacer el mismo trabajo, el Gobierno defiende que haya regiones de España más ricas que otras, y ciudadanos que reciban mejores prestaciones públicas que otros. Uno pregunta qué motiva esta reciente decisión de otorgar a Cataluña un concierto económico (en esencia, permitirle que se quede con todo el dinero que recaude) y oye respuestas de todo tipo. Dejando al margen las que son falacias manifiestas (como que beneficia a todo el país), siempre acabamos topándonos con el consabido mantra de que nos encontramos ante un problema complejo de difícil solución (el corolario es, claro está, que nos toca aceptar sin protestar cualquier solución que se le ocurra al respecto al gobierno de turno, por peregrina que resulte). No faltará, claro está, el recurso al manido hecho diferencial: que si la lengua vernácula, que si la cultura local, que si la identidad nacional, que si la historia propia… como si los demás fuésemos mudos, salvajes, gente sin arraigo alguno o sujetos sin pasado. En todas partes de España se habla alguna lengua, se cuenta con tradiciones culturales ancestrales, se siente lo propio como parte importante de lo que uno es y existen vestigios de una historia milenaria; y defender que nada de esto alcanza el valor suficiente como ser dignos de gestionar nuestros propios impuestos, si es lo que toca ahora, es puro prejuicio (cuando no, xenofobia de la peor especie). En fin, si dejamos a un lado los malabarismos legales, los argumentos económicos interesados, los datos pseudohistóricos y los relatos sentimentales, es bien sencillo saber si la decisión que va a tomar el Gobierno es justa: basta preguntarles a los catalanes si, en caso de que Andalucía (o Extremadura, o Castilla-La Mancha) fuese más rica que Cataluña y recaudase más dinero que el que devuelve a la Hacienda común, estarían dispuestos a que el Gobierno de España otorgase a los andaluces un concierto económico propio y que Cataluña siguiese dentro del régimen general, recibiendo ahora menos prestaciones y viendo reducida la calidad de vida de los catalanes. Obviamente, la respuesta sería que no.

Es justo y es bueno que los ricos contribuyan al bienestar de los pobres. Llevamos décadas (o siglos) discutiendo sobre el supuesto problema de la organización territorial de España, cuando detrás no hay sino un muy evidente problema de insolidaridad territorial. Ante esto, solo cabe responder apostando por la igualdad contributiva (y jurídica) de todos los españoles. Y si no se hace, es por dos razones: por el narcisismo del gobernante que quiere seguir gobernando a cualquier precio, incluso al de la más flagrante de las injusticias, y por el egoísmo de los beneficiados por tal injusticia, que no tienen reparos morales en verse aún más beneficiados con respecto a sus conciudadanos. En ambos casos, se trata de una forma irracional de gobernar y gobernarse, que, en lugar de atender al bien común, solo busca satisfacer nuestros apetitos más básicos: poseer más, trabajar menos (o no trabajar en absoluto), vivir mejor… en fin, lo que ha guiado el comportamiento humano desde los albores de nuestra especie.

Si queremos una sociedad más justa y, sobre todo, una sociedad que sobreviva a los graves problemas que aquejan al planeta, no podemos permitirnos más decisiones irracionales de este tipo. Necesitamos soluciones óptimas a los retos que hemos de afrontar y siempre teniendo como objetivo último el bien común. Si nuestros políticos (y nosotros mismos como ciudadanos) no están dispuestos a transitar por esta senda de la racionalidad y el altruismo, a lo mejor, igual que existe el pin parental para que los niños no puedan acceder a los programas de televisión o a las páginas de internet que, a juicio de sus padres, tienen un contenido que puede ser perjudicial para su desarrollo, lo que necesitamos es un pin cibernético, que permita bloquear cualquier decisión política que vaya en contra del principio del bien general. Siempre quedarán muchas cuestiones sobre las que una IA racional no necesitará pronunciarse y que pueden dejarse a los humanos para decidan al respecto, por ejemplo, si echarle o no cebolla a la tortilla de patatas. Nos iría mucho mejor si Gobierno y Generalidad, en lugar de pactar conciertos económicos insolidarios, se sentasen a negociar sobre los ingredientes que va a llevar en el futuro la tortilla de patatas en Cataluña.

Antonio Benítez Burraco es Catedrático de Lingüística General del Departamento de Lengua Española, Lingüística y Teoría de la Literatura en la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla