Ruiz Román, Juan Antonio. "Espartaco"
Espartaco, locura que acabó en delirio
Los propios toreros le sacaron en hombros por la Puerta del Príncipe después de cortarse la coleta en una tarde mágica que ninguno de los presentes podrá olvidar.
Sevilla. Domingo de Resurrección. Se lidiaron toros de Juan Pedro Domecq, desiguales de presentación y hechuras. El 1º, desrazado y deslucido; 2º, de buen juego; 3º, descastado y deslucido; 4º, como sobrero, va y viene sin entrega; 5º, noble y de buen aire aunque se raja; 6º, hay que buscárselo pero de embestida honda. Lleno de «No hay billetes».
Espartaco, de habano y oro, pinchazo, estocada (oreja); estocada, dos descabellos (oreja).
José María Manzanares, de catafalco y azabache, pinchazo, estocada caída (silencio); estocada, aviso, dos descabellos (saludos).
Borja Jiménez, que tomaba la alternativa, de blanco y oro, dos pinchazos, media (silencio); media, descabello (oreja).
Ocurrió con exactitud a las 21:38 minutos de la tarde. Hora mágica para los restos. Nadie se había movido de su localidad a pesar de que Borja Jiménez ya había acabado de pasear el trofeo que cortó del sexto. Y entonces, ocurrió, más bien nos embaucó de pronto para hacernos cómplices sin remedio de esa locura que el maestro Espartaco había convertido en sueño con pasmosa naturalidad. Y del sueño fuimos dando tumbos al delirio, a la devoción. Atravesó Espartaco las rayas del tercio, ya sí que de veras por última vez, y acompañado por su padre y su hijo, tres generaciones sobre el albero de La Maestranza, se detuvo en seco, la sonrisa más que amplía, acorde a la tarde y en consonancia con lo que fue, y entre los dos, nieto y abuelo, cortaron la coleta a Juan Antonio Ruiz. El hombre. El torero.
Instantes después saltaron al ruedo una multitud de matadores, de aficionados jóvenes, con la única misión de pasear en hombros al maestro que se acababa de ir a los 52 años y dejando atrás una tarde de plenitud. Se lo rifaban. Juan José Padilla, Víctor Puerto, El Tato, Salvador Cortés, Conde, tantos y tantos en una mística vuelta al ruedo que tuvo un broche explosivo al abrir, así entre todos, como si fuera a empujones de torería y verdad, la Puerta del Príncipe para sacar al maestro. Incluso José María Manzanares, con el que había compartido cartel, fue cómplice del momento. Un adiós muy hondo y emotivo con una vuelta al ruedo parecida al homenaje con el que se fue el grande entre los grandes, José María Manzanares padre. Y con él hizo su debut en esta dorada plaza Espartaco. Esos vínculos que viven en silencio en la Tauromaquia.
El torero, Espartaco, se fue feliz. Así fue la tarde. Suave, cadencioso y como si el poso del tiempo hubiera sumado calidad a su toreo se mostró con el primero al natural. Tan vertical, limpio y puro, que no tuvo fisuras. Ni en él ni en el público para entregarse. Fue el toro de Juan Pedro buen cómplice y con cierto poder... Con la derecha, sutil, a media altura y recreándose al encontrar la magia del toreo muy cerca del cuerpo, sin necesidad de viajar más allá en busca de nada. No hay viaje más largo del toro que el que pasa por la barriga de veras. La faena bien valió el premio. Un trasteo que brindó a Romero, con unas gafas de sol sentado en el tendido, y de pronto, por momentos, todo era Curro. Curro y sus cosas. Su huella indeleble al paso del tiempo. El cuarto fue sobrero. Iba y venía en las telas desentendido y con la emoción contenida y entonces vimos la versión b, arrebatada, robusto y fuerte de ánimo en la búsqueda del final feliz. Lo logró de largo.
Manzanares poco pudo hacer con un deslucido tercero y no logró la rotundidad con un quinto, de buen aire aunque se rajó. Borja Jiménez logró el primer reto de tomar la alternativa con un toro imposible, al sexto le buscó la profundidad de la embestida e hizo faena para cortar un trofeo. Espartaco le había enseñado el camino. Ese camino envenenado que es el arte de torear. Una locura. Un sueño. Un maravilloso delirio.
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