Violencia de género
El parricida de Castellón a su exesposa: «Sólo salgo de aquí si tú lo haces primero con los pies por delante»
María cuenta a LA RAZÓN el infierno que vivió con el hombre que acabó matando a hachazos a sus dos hijas de tres y seis años el pasado 25 de septiembre: «Decidí romper nuestra relación en el momento en que me levantó la mano»
María cuenta a LA RAZÓN el infierno que vivió con el hombre que acabó matando a hachazos a sus dos hijas de tres y seis años el pasado 25 de septiembre: «Decidí romper nuestra relación en el momento en que me levantó la mano».
Ricardo Carrascosa García, 49 años, mató a hachazos a sus dos hijas: Nerea, de seis años, y Martina, de tres. Cuando comprobó que estaban muertas, se quitó la vida arrojándose al vacío desde un sexto piso. Estaba separado de la madre de las pequeñas que, desde entonces, respira dolor. Ocurrió el pasado 25 de septiembre en Castellón. Con el paso de los días se supo que una juez le denegó a la madre una orden de alejamiento respecto al parricida.
Le había amenazado con frases tan duras como: «Me voy a cargar lo que más quieres» o «De aquí, yo acabo en la cárcel y todos muertos», pero nadie consideró que hubiese peligro real y se la denegaron. Si hubiesen investigado un poco habrían averiguado que no era la primera vez que pronunciaba frases intimidatorias contra una mujer. María, su primera esposa, tuvo que soportarlas. Aguantó casada solo cinco meses. Fue tiempo más que suficiente para darse cuenta de que podía morir en cualquier momento. Su entonces marido, entre otras cosas, tenía problemas de violencia incontrolada y de drogas.
María ha decidido hablar para LA RAZÓN en exclusiva. Ha hecho el esfuerzo de recordar la parte más triste de su vida porque quiere ayudar. Pide que los jueces, antes de tomar decisiones, sometan a exámenes de drogas y test psicológicos a los denunciados. «Así, quizá, la tragedia se podría haber evitado», aventura. «Yo un día encontré una nota escrita por él, con la lista de cosas pendientes para el día siguiente. Ponía: “Llamar a mamá, recoger coche, sacar dinero, farlopa + cerveza”. En el barrio hay quien dice que era buena gente, pero no saben nada». Esta es su historia.
¿Cuándo conoció a Ricardo, su ex marido?
En 1995. Él vivía aquí en Castellón, trabajaba en una fábrica de azulejos, me lo presentó una amiga. Nos conocimos y nos gustamos. Tuvimos un noviazgo normal y corriente.
¿Cuándo empezó a ir mal su relación?
En el viaje de novios. Nos fuimos a Tenerife en julio de 2002. De repente, le vi en la habitación liándose un porro con toda la naturalidad del mundo. Le pregunté: «¿Qué haces?». Y él me respondió: «¿A qué te refieres?». «Al porro», le reproché. «¡Esto es lo normal!», contestó. Me enfadé porque soy antidrogas y él lo sabía: «¿Cómo que normal? Aquí hay un problema». No lo apagó, le dio lo mismo y se lo fumó entero. Cada vez que le apetecía, se liaba uno. Fue nuestra primera riña. Lo peor es que allí no lo compró, se lo tuvo que traer desde Castellón. Imagínate que nos pillan en el aeropuerto, yo no sabía absolutamente nada.
¿Hubo alguna pelea más después?
Sí, la siguiente fue tres días después del viaje de novios. Llegué de trabajar un jueves casi a las once de la noche y no le encontré en casa. Le llamé al móvil, pero no lo cogió. Así que me puse en contacto con varios hospitales, pero nadie sabía nada... Dieron las doce, la una y la dos. A las cuatro de la madrugada apareció. Me tranquilicé al verlo, pero yo estaba cabreada. Le dije que no podía ser que no cogiera el teléfono. Y me respondió: «No es para tanto, ha venido mi hermano y nos hemos ido a tomar unas cervezas. ¿Por qué te tengo que dar explicaciones?». «Soy tu mujer, estaba preocupada», respondí. Así empezó nuestra segunda bronca.
¿Se llegó a poner violento alguna vez?
Sí, lo hizo. La primera vez que tuve que llamar a la policía fue en el primer mes de casados. El motivo no te lo vas a creer: mi madre me regaló un juego de café, entre otras cosas, para la boda. De repente, a él se le antojó fumar en el baño y necesitaba un cenicero. No me gustaba la idea, pero acepté. Entonce, me dijo que le diese uno de los platillos del café como cenicero. Me negué. «Pues yo lo quiero», gritó malhumorado. Yo me planté y él tuvo una explosión de violencia. Cogió el juego de café y lo estrelló entero contra el suelo mientras me insultaba y se cagaba en todo. Le amenacé: «O paras o llamo a la policía». Entonces, dio un puñetazo a la pared: «Llama a quien quieras». Estaba aterrorizada.
¿Les llamó?
Sí. Tenía tanto miedo que bajé al portal a esperarles. Llegaron y se lo conté. El policía mayor me contestó: «Eso son cosas típicas de la convivencia». «Pero si me acabo de casar», me defendí. Ni siquiera hablaron con él. Quedé desamparada. No me fui a casa de mi madre porque la pobre estaba muy malita y no quería darle un susto. Así que subí, lo recogí todo, barrí y como solo teníamos una cama, me acosté a su lado. No me habló en ningún momento, todo estaba en silencio y yo aterrorizada. Al día siguiente me dijo: «¿A ti no te da vergüenza llamar a la policía?». Y se fue. Esa fue la primera, pero antes de separarnos tuve que llamar a la policía hasta tres veces más por el miedo a que me hiciese algo en esos ataques de violencia.
¿Cuándo tuvo lugar la siguiente?
El día que le vi consumir cocaína delante mía. Se empezó a hacer rayas en la mesa de una habitación que él tenía para sus cosas y en la que me prohibió entrar. No podía ni pasar a limpiar. Dejó la puerta abierta y le vi esnifando como si fuese lo más normal del mundo. Le recriminé y él me contestó: «¡Aquí quien tiene el problema eres tú!». «¿Tú esnifas la droga y el problema es mío?», le contesté. Se montó una pelotera enorme ese día. Pero no sería la última.
¿En qué momento decidió romper su relación?
Cuando me levantó la mano, durante la última bronca. Como seguía fumando y consumiendo cocaína, le dije que no lo toleraba y que tenía que hacer terapia. Se puso hecho una furia: reventó muebles, me insultó, pegó una patada a la cama y la destrozó. Hasta me levantó la mano. Yo no podía más mentalmente. Tuve miedo de que me pudiese matar. Así que saqué fuerzas y le dije: «Como esa mano baje y me roce, llamo a la policía». «Te voy a dar de hostias», respondió con la cara desencajada y siguió: «Yo no sé si iré a la cárcel o a dónde, pero yo solo salgo de este piso si primero lo haces tú con los pies por delante». Ese día decidí separarme de él y empezar una nueva vida.
¿Se fue de casa o prefirió esperar?
No, la abogada me recomendó que me quedara, así que convivíamos juntos a las espera de que el juez se pronunciase. Comía y cenaba en la calle para evitar pasar tiempo con él. Estaba fuera de sí. Era capaz de gritarme por doblar y colocar su ropa en el armario de la habitación. Me acusaba de escondérsela para volverle loco. Decía que el sitio adecuado era encima de la cama desperdigada. A la hora de dormir, hacía un gurruño y la dejaba encima de la silla. ¡Fíjate cómo estaba de la cabeza! De repente, un día vinieron a entregarle una carta. Supe que era para citarle para el juicio de medidas provisionales de la separación. Estaba aterrada. Le dije que el cartero le buscaba. Abrió el sobre, lo leyó y se puso a chillarme: «¿Por qué te quieres separar? Nuestro matrimonio es una balsa de aceite». Se montó otro cirio, claro. Finalmente, se celebró y el juez dictaminó que se fuese de casa. Esa decisión seguro que me salvó la vida.