Opinión
«El diluvio de sangre» (I)
(San Juan Pablo II, tras el atentado del 13 de mayo de 1981)
Ya hemos tenido ocasión de comentar con anterioridad el denominado «sentido de la Historia», entendido como la respuesta a la pregunta de si la Historia consiste tan solo en una mera sucesión aleatoria en el tiempo, de acontecimientos naturales y humanos, sean estos políticos, económicos, militares o sociales; o si, por el contrario, tiene algún sentido. Por supuesto, en este caso, surge inmediata la pregunta: ¿Y cuál es éste? Sabemos que fue el entonces Obispo de Hipona san Agustin en el siglo V, en una coyuntura histórica muy singular, viviendo el principio del fin del Imperio Romano de Occidente, quien en su magna obra «De civitate Dei» (La ciudad de Dios) dará la respuesta a ese interrogante: la Historia es el escenario geográfico, temporal, cultural y social en el que el hombre desarrolla su vida y donde, con su voluntad y libertad, se juega conseguir la salvación ganada por Jesucristo para toda la humanidad. Este es el sentido «cristiano» de la Historia que sentará los fundamentos de su propia Teología, la Teología de la Historia, entendida como el estudio de la presencia del «brazo de Dios» que, respetando la libertad humana, misteriosamente conduce la Historia como Señor de la misma junto al hombre.
Siguiendo entre otros autores al alemán George Huber y aplicando la sólida afirmación del Papa Woytila de que en los designios de la Providencia no hay «meras coincidencias» –es decir, que no hay casualidades, ni azar, ni suerte–, comentada al sufrir el atentado a manos del terrorista Ali Agca «coincidiendo» con la fiesta de la Virgen de Fátima, vimos que una manera en que gusta la Providencia de dejar su presencia es con significativas coincidencias en las fechas en que se producen los acontecimientos que conforman la Historia.
Hemos comprobado la aplicación de esta hipótesis en momentos que constituyen auténticos parteaguas de la misma, como la Revolución Francesa, entre otros. Francia, tras la conversión al Cristianismo del Rey de los Francos Clodoveo en el año 496, es considerada por los Papas como «hija primogénita de la Iglesia». Sin duda por ello lleva unida a su denominación esa gran Revolución porque «el diablo ataca más a los mejores».
Con estas premisas, precisamente hace ahora 50 años, en junio de 1974, se publicó en París el ensayo de Gilles Lemeire con título «El diluvio de sangre», de un gran interés en esta materia, explicando «los hechos destacados de la Historia contemporánea y de la sangre vertida en las guerras por el rechazo del Reino del Corazón de Jesús». En el frontispicio de su obra da ya tres significativas citas para situar en su contexto lo sucedido en Francia por no haber cumplido la petición formulada por el Sagrado Corazón de Jesús por medio de santa Margarita María de Alacoque en 1689 de que se le consagrara el entonces Luis XIV, con la promesa de la victoria en sus batallas en defensa de la Cristiandad.
La primera cita es: «Y todo el pueblo respondió: ‘Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos’» (san Mateo 27, 25). La segunda dice: «Es el ateísmo legal erigido en sistema de civilización el que ha precipitado al mundo en un diluvio de sangre» (Benedicto XV, 1917, Discurso de Navidad al Sagrado Colegio). La referencia a un «diluvio de sangre» toma nota de las palabras recogidas en el Génesis en las que Dios afirma que «no volvería a castigar a la Humanidad mediante el agua», manifestadas cuando Noé sale del arca y aparece el arcoíris tras el diluvio universal exterminador.
Y la tercera es esta: «Difícilmente, después del diluvio, encontramos una crisis espiritual y material tan profunda y universal como la que estamos atravesando en estos momentos» (Pío XI, Encíclica Caritate Christiae, 3 de mayo de 1932).
Las tres son citas de calado que nos sitúan ante el escenario de que desde Francia se iba a desencadenar hacia el mundo el diluvio de sangre provocado por la guerra franco prusiana en 1870 como preludio a las dos Guerras Mundiales comenzadas con 25 años de distancia entre sí (en 1914 y 1939, respectivamente).
Ya vimos que justo 100 años después de la petición de consagración de Francia por medio del rey al SCJ en 1689 se desencadenó la Revolución Francesa. En 1870 estalló la guerra franco prusiana profetizada 40 años antes en la Rue du Bac parisina, y Napoleón III retiró la guarnición francesa que protegía la capital de los Estados Pontificios en Roma. Así lo había anunciado la Virgen el 19 de septiembre de 1846 en la Salette, y justo el 19 de septiembre de 1870 los prusianos sitian París y los piamonteses hacen lo mismo con Roma, que caerá al día siguiente. El 19 de septiembre de 1914, comenzada la Primera Guerra Mundial, será Reims, la capital de la conversión de Clodoveo y del pacto sobre la misión de Francia, la sitiada por los alemanes.
Son numerosas las coincidencias sucedidas entre algunas batallas de la guerra de 1914 y significativas fechas del calendario litúrgico. Por ahora citaremos tan solo que en el momento culminante de la guerra en 1917, la Virgen se hará presente en Fátima para anunciar que esa contienda acabaría pronto pero, si no había conversión, vendría «otra guerra mayor», que sería la Segunda Mundial. En ese año Francia estaba sumida en una gran desmoralización y había solicitado al Presidente Wilson disponer de 90 divisiones para intentar contener el imparable avance alemán. El 7 de junio de 1918 la celebración de la fiesta del SCJ se efectuó con una solemnidad desconocida hasta entonces y, tras bendecir a los ejércitos, el Mariscal Foch lanzó sus tropas contra el enemigo. Retomaron las ciudades y pueblos ocupados tras cuatro años, mientras los generales alemanes se preguntaban «qué fuerza misteriosa ponía constantemente en retirada a sus ejércitos». El 11 de noviembre de 1918 Alemania finalizaba la guerra en la fiesta de San Martín, apóstol de los galos, y el sábado 28 de junio, fiesta del Inmaculado Corazón de María, un día después del viernes 27 fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, se firmaba en Versalles el tratado de paz.
El Papa Pío XI instauró la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo en la Encíclica «Quas Primas» (En primer lugar) en 1925, para hacer frente al laicismo, considerado como causa profunda de una sociedad sin Dios que diviniza a poderes terrenos, quienes promueven las guerras. El Papa, desposeído del «poder temporal mínimo para ejercer con libertad su soberanía espiritual» como vicario de Cristo en la tierra, lo recuperó poco después en la fiesta de la Virgen de Lourdes, el 11 de febrero de 1929.
Siempre el Cielo ha precedido a la ofensiva diabólica con un aviso de precisión cuasi matemática, señalando el peligro e indicando el remedio, y es la Virgen la enviada para anunciarlo. En Francia lo hará unos días antes de la revolución de julio de 1830 apareciéndose en la Rue du Bac; en la Salette antes de la de 1848; anticipándose a la Revolución bolchevique de 1917 en Fátima, y lo hará antes de la toma del poder por Hitler como canciller de la República de Weimar el 30 de enero de 1933. La revolución nacional-socialista no fue una excepción, y poco antes se apareció unas treinta y tres veces a cinco niños en la aldea belga de nombre Beauraing situada en las Ardenas. No será la única, pues se superpuso en 1933 a otras apariciones suyas en Banneux, aldea también belga situada a 12 kilómetros de Lieja. Tras pactar Hitler con Stalin en Moscú el 23 de agosto de 1939 el reparto de Polonia y la anexión de las repúblicas bálticas y otros territorios fronterizos de la URSS, comenzaba la invasión de Polonia y la guerra el 1º de septiembre de 1939.
En un próximo capítulo podremos atestiguar las reiteradas y llamativas coincidencias entre importantes sucesos de la contienda y las fechas en que se produjeron. También cómo la invasión por parte de la Wermacht nazi de Francia y el Benelux en mayo de 1940 se verá obstaculizada en los lugares de las Ardenas donde se había aparecido la Virgen. (Continuará).