Las correcciones
Trump 2.0 y la teoría del caos
Trump 1.0 nos mostró su gusto por lo disruptivo pero en su versión 2.0 influido por los postulados mesiánicos de Silicon Valley parece haber adoptado la teoría del caos según la cual el desorden es regenerativo porque libera creatividad e innovación en su proceso. El presidente estadounidense y su equipo están convencidos de que el orden internacional basado en reglas establecido tras la Segunda Guerra Mundial ha sido superado por la pujanza de las autocracias como China y Rusia y debe ser sustituido por un sistema transaccional o recíproco de «quid pro quo». Apenas tres semanas después de su toma de posesión, la Administración Trump está envuelta en una atmósfera de crisis permanente.
Tras poner al mundo en el abismo de una guerra comercial potencialmente catastrófica y amenazar con apoderarse de Groenlandia, Canadá y del Canal de Panamá, el presidente estadounidense ha puesto en el punto de mira a la Franja de Gaza, el territorio palestino devastado por una guerra sin cuartel contra Israel. Su propuesta de trasladar a los 2,2 millones de habitantes de Gaza a otros Estados árabes, y que Estados Unidos se haga cargo de la franja para convertirla en la Costa Azul de Oriente Medio, es, a todas luces, inviable.
Trump parece adoptar una política exterior de palancas y basada en el principio de fuerza con los socios y cautela con los enemigos. Una vez dijo que su palabra favorita en inglés era «tariffs» (aranceles), pero ahora sabemos que los utiliza como moneda de cambio para conseguir otra cosa y no como una herramienta de la política comercial. Con México y Canadá ha esgrimido los aranceles para presionar contra la inmigración y el narcotráfico. Con la Unión Europea y los aliados de la OTAN para arrancar un mayor gasto en defensa. «Qué paguen la cuenta», dice el presidente estadounidense sobre los costes de la seguridad colectiva. Luego sigue la vieja regla de la fuerza con los débiles y la cautela con los fuertes. Trump amenazó con aranceles del 25 por ciento a Canadá y México, sus socios comerciales preferentes, y, sin embargo, a China, supuestamente su gran adversario, impuso un castigo del 10 por ciento. Todo parece formar parte de esa táctica de desestabilización y negociación con la que el presidente estadounidense lanza frasecitas amenazantes y exabruptos con el objetivo de inquietar a sus interlocutores y obtener concesiones a cambio.
Lo preocupante es el coste de esta política errática. No sólo para el bolsillo de los estadounidenses y europeos [según el Peterson Institute for International Economics «los aranceles de Trump costarían al hogar típico estadounidense más de 1.200 dólares al año»] sino por la desconfianza que inocula en las relaciones transatlánticas para regocijo de China y Rusia, las dos potencias a las que Estados Unidos quiere imponerse. Trump corre el riesgo de ser percibido por sus aliados como un socio poco fiable con el que andarse con pies de plomo. Durante su segundo mandato, los europeos podrían mirar a China como un rival sistémico pero un actor internacional más predecible. Lo que a la larga sería un error estratégico mayúsculo, pero a corto, podría ser una solución transitoria para navegar en el complejo mundo de la geopolítica con un líder estadounidense que está empeñado en dar coces a sus amigos.