Joaquín Marco
Ser catalán, siglo XXI
Me acuso de indiferencia ante la barretina, no reconocerme en la sardana y no emocionarme ante los «castellers». De ser, por consiguiente, ajeno a consignas
En el pasado siglo tampoco resultó sencillo ser español. Tal vez nunca lo fuera, porque una de nuestras características en esta, dicen, nación de naciones es que anduvimos habitualmente a la greña. Recuerdo que en mis primeras vacaciones, años cuarenta, advertí que en una de las paredes del comedor de la casa familiar que me albergaba lucía, colgado en la pared, un viejo mosquetón. Mi tío abuelo había militado en el somatén, fuerza paramilitar de los carlistas. Las guerras de nuestros antepasados, como tituló una de sus novelas el olvidado Miguel Delibes, culminaron en el gran zafarrancho del siglo XX, guerra incivil que asombró al mundo y que permitiría considerarnos diferentes: partidarios de la sangrienta fiesta de los toros, resistentes a un calor casi africano y violentos hasta el punto de ensañarnos unos contra otros por disentir políticamente. Los europeos, sin embargo, poco después nos superarían con creces, aunque no llegaran a admitirlo. En todo caso, el ser español fue analizado como un enigma filosófico, histórico y académico. El resto de países europeos pasaron página de sus no menos trágicos conflictos en tanto que nosotros todavía andamos enredados en ello. La prolongada dictadura y una transición hacia la democracia, en el inestable alambre, dieron pie a una amplia bibliografía sobre «ser» español. Intelectuales, fueran exiliados o no, se preguntaban por las razones que, en teoría, nos habrían caracterizado desde los orígenes. Según Américo Castro la base radicaba en una convivencia poco conflictiva (¿) entre árabes, judíos y cristianos. Claudio Sánchez Albornoz, sin embargo, reivindicó el cristianismo y lo europeo: Occidente. Por su parte, Laín Entralgo, Aranguren, Calvo Serer y otro amplio repertorio de intelectuales quiso iluminarnos con sus saberes sobre lo que fuimos y hasta donde llegamos: al violento fratricidio. El país había derivado hacia una clase media en los años previos y durante la República hasta alcanzar, tras la guerra, los límites del tercermundismo.
Con la democracia recuperamos instituciones como la Generalitat, que había defendido entre viñedos franceses un solitario Josep Terradellas, desconocido salvo para algunos resistentes privilegiados. Aquellos espacios o demonios históricos del pasado volvieron al presente y crecieron al amparo de una desvertebración de lo español, como ya había advertido Ortega y Gasset. Su significado, durante la guerra incivil, permitió mitificar una inestable estructura de estado, salvaguardada por el ejército y la jurisprudencia. Ser catalán fue problematizado asimismo por una amplia bibliografía filosófico-histórica, de Vicens Vives a Ferrater Mora, por citar ejemplos señeros. En un principio, significaba haber nacido en Cataluña. Fue Jordi Pujol –hoy innombrable– quien, inspirado por Francisco Candel, formuló aquella definición de éxito: es catalán quien ha nacido o trabaja en Cataluña. No todos estaban de acuerdo en ello. Un escritor catalán, que había vivido el exilio y el compromiso, ante algunos reparos mínimos que publiqué sobre una de sus obras, en la que se aludía a los inmigrantes (entonces del resto de España), me envió una epístola acusándome de charnego. Tuve que recordarle que mi primer apellido aparecía ya, donde residió mi familia paterna, en el primer censo catalán, a comienzos del siglo XV, y que el segundo, Revilla, era originario de Burgo de Osma, aunque tanto mi madre como yo nacimos en Barcelona. Tuve que exhibir mis credenciales antifranquistas, algo que no acostumbro a hacer: expulsiones de la Universidad, cárcel, Consejo de Guerra. Tampoco entonces resultaba fácil ser catalán. Nunca lo fue, ni cuando se menospreciaba la lengua, que no se enseñaba ni en escuelas ni en la Universidad, ni cuando se fundó la Asamblea de Cataluña, ni cuando Omnium Cultural otorgaba premios de honor (que Josep Pla sufrió en carne propia). Los honores siempre fueron para otros, aunque pudieran justificarse reticencias sobre su pasado franquista.
Hoy tampoco resulta nada fácil ser catalán. A aquella definición de Pujol debiera añadirse que catalán es ahora aquel que exhibe, se manifiesta o corre tras una bandera independentista. Como pudimos comprobar recientemente son nuestro pan de cada día. Pero la Cataluña de Puigdemont no es la mía. La única bandera que juré fue la española en Los Castillejos y no sentí ninguna emoción al hacerlo. Podría asegurar que soy desabanderado y escéptico al respecto. Hubo contadas ocasiones en las que me sentí satisfactoriamente europeo y podría identificarme con el denominado, en tiempos pasados, ciudadano del mundo. Pero tampoco me gusta el que me ha tocado vivir, ni siquiera el que soportaron mis antepasados. Es posible que alguien me tache de extraterrestre. Quizá tampoco me encontrara a gusto en el espacio exterior. Me acuso de indiferencia ante la barretina, no reconocerme en la sardana y no emocionarme ante los «castellers». De ser, por consiguiente, ajeno a consignas. Siempre, sin embargo, he cumplido con el deber del voto, aprecio los valores democráticos cuando lo son y contemplo no sin estupefacción la deriva que nos ha conducido de aquel tripartito maragalliano al independentismo. Asumo el pacifismo y no deja de sorprenderme escuchar al presidente de la Generalitat considerar que en la futura república catalana será necesario un ejército para combatir el terrorismo. Siempre creí que bastaba con una policía bien organizada. Tampoco soy ni lo pretendo un político en activo. Desde la reserva apelo a la razón. Ni siquiera me conmueve «El cant dels ocells», adaptado como pieza fúnebre. Me identifico, si cabe, con el ya jubilado y lúcido Raimon cuando cantaba «jo no soc d´eixe mon». Pero tampoco puedo dejar de amar a mi Cataluña contradictoria.