Restringido
La Gran Bretaña
Me considero tan solo un aprendiz en esto del estudio de la Historia. La repaso intuitivamente, en ningún caso soy un erudito. Cuando miro lo mucho que ha ocurrido en nuestra Europa a lo largo de los siglos, me parece entender que el Imperio Romano fue la época estelar, pues no solo se logró la unidad de sus tierras, sino que sus ciudadanos vivieran bajo un mismo Derecho, es decir, idénticas leyes y una común administración. Lo que vino después de este Imperio fue sin duda peor –moral y económicamente– y originó una añoranza en la que –a mi juicio– reside el núcleo de una de las dos almas de Europa, la que busca recobrar su unidad y con ella la grandeza. El emperador Carlomagno fue una breve ráfaga con el Sacro Imperio. Después, con los Habsburgo, lo intentamos los españoles tratando de unificar Europa bajo una misma fe. La relativamente poblada Francia de Richelieu y sus sucesores también buscaron la unidad, eso sí, bajo un indiscutible liderazgo galo. Alemania –tras unificarse– intentó en dos ocasiones otro liderazgo por medio de las armas y aquello acabo como saben Uds. muy mal. Incluso la dulce Italia trató en cierto modo de unificarnos estéticamente en el Renacimiento. La UE ha sido el más reciente intento de acercar a los europeos, no bajo un mismo Dios o una única nación líder, sino empezando por la economía.
Pero Europa muestra también otra alma, otra faceta: la de las naciones –grandes o pequeñas– que se aferran desesperadamente a su personalidad conviviendo –con dificultades– con las otras, rivalizando en destacar sus peculiaridades más allá de lo razonable. Son los «hijos» de los Tratados de Westfalia que abandonaron la idea del imperio, de unidad bajo la ley, sustituyéndola por la de un equilibrio general. Pero el equilibrio entre poderosos y pequeños es siempre muy difícil y las guerras intraeuropeas continuaron incluso aumentando en intensidad y acritud. Hay pues en Europa dos almas –dos tendencias– dos bandos ideológicamente opuestos: podríamos denominarlos como unionistas o individualistas. Y el campeón de estos últimos es sin duda la Gran Bretaña, el llamado Reino Unido (RU), aunque ya veremos cuánto tiempo puede seguir ostentar este último título. El RU entró en la UE buscando exclusivamente su beneficio económico. Como buen «individualista», desconoció absolutamente el ideal de unión impulsado por unas elites europeas que buscaban un mayor acercamiento político. Inglaterra en esto muestra una constante histórica ante el Continente; nunca formó parte de ninguna iniciativa unificadora y cuando ha intervenido ha sido únicamente para tratar de mantener el equilibrio. En otras palabras, lo que siempre ha perseguido es que las otras naciones europeas –solas o asociadas– no sean poderosas. De ahí lo de pérfida Albión. La Sra. May, su Primera Ministra, dice que con esto del Brexit no se han ido de Europa, que tan solo se han ido de la UE. Quizás geográficamente esto pueda ser cierto, pero no lo es desde el punto de vista moral y político. Se están yendo del alma más grande de Europa, la que busca superar los nacionalismos excluyentes –en cuyo nombre tanta sangre se ha vertido– y así recuperar la pasada grandeza.
El 8 de marzo del año pasado –meses antes pues del alocado referéndum sobre el Brexit–, desde esta misma Tribuna, me hacía seis preguntas sin esperar respuesta del actual renqueante liderazgo político europeo. La tercera de ellas era acerca de que sería mejor para la UE tener en su seno a una Gran Bretaña que no cree en el progreso de nuestra unión o, al contrario, estaríamos más seguros con ellos fuera. El pueblo británico –manipulado sin duda– ya ha hecho irrelevante esta pregunta. Al primer síntoma de dureza económica han pedido la cuenta y se disponen a irse. Añoran su aislamiento que asocian –erróneamente– con su perdida grandeza. Esperemos que, como mínimo, no hagan campaña para revivir los individualismos nacionales yacentes en Europa. Que el divorcio pueda ser tan solo económico y no el ideológico de cada uno a lo suyo. Pero repasando la actuación histórica del RU no hay muchas razones para ser optimistas. Ellos –como bien dijo Lord Palmerston– no tienen aliados permanentes, tan solo sus intereses son perpetuos. Y su principal interés a lo largo de estos últimos siglos ha sido que ninguna entidad política poderosa florezca en el continente. Dividir para poder ellos prevalecer. Lo llevan en sus genes.
El Brexit, para España y el RU, es mucho más que Gibraltar. Pero este asunto es algo que específicamente tenemos que resolver exclusivamente entre nosotros y que pasa de manera ineludible por la voluntad de los gibraltareños. Voluntad está basada en el corazón y la cartera ambos –actualmente– británicos. Pero los gibraltareños son unos 30.000, vamos como un pueblo pequeño español. Los británicos residentes en España son diez veces más, unos 300.000. Es curioso que ante las incertidumbres del Brexit muchos de estos últimos estén considerando adquirir la nacionalidad española, mientras que para los gibraltareños esto sigue pareciendo una herejía. Veremos que pasa cuando la cartera cambie a otro campo como inevitable consecuencia del Brexit ¿O es que los gibraltareños son de diferente condición que los auténticos británicos residentes en Málaga?
Se acercan recios tiempos a Europa. Habrá que prepararse para defender su alma globalizadora, aquella que extendió nuestros valores más allá de nuestro Continente, sin caer en la tentación de ensimismarnos en nosotros mismos como nuestros vecinos británicos especializados en abandonar el buque en los malos momentos.
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