Joaquín Marco
Francia y los europeos
Las elecciones del pasado domingo repitieron una antigua clave. La Europa en la que sobrevivimos se asienta en el temor de sus fundadores: Francia y Alemania tras la postguerra. Y ante los terrores de retornar a una nueva Edad Media, los deseos de una victoria rotunda de Emmanuel Macron (65%) frente a Marine Le Pen (34%), las urnas nos devolvieron cierta tranquilidad. Pero Francia, pese a los aires –no sé si tan jóvenes– que se avecinan, no carece de graves y comunes problemas internos. Como tantos países europeos se encuentra dividida en dos mitades y, pese a la cifra de votos que logró la candidatura de Macron, no cabe olvidar que los contabilizados en blanco o nulos (más de dieciséis millones) sugieren un descontento que trasciende a las circunstancias francesas, un quintacolumnismo que podría desembocar en nacionalismos, no exentos de «grandeur», o xenofobias, que destruirían el débil statu quo de una Europa sin ideales. No cabe duda de la determinación del nuevo presidente francés, ni de sus intenciones: «Escucharé la indignación, las dudas y ansiedades que se han expresado». El himno europeo de fondo, adaptación de aquel «Himno a la alegría» de Bethoven, nos recuerda que la sinfonía de la que procede se inspiró en los inalcanzables lemas de la Revolución Francesa en una Europa romántica, que todavía mantiene la república francesa. Pero el nuevo Presidente debe solventar en muy poco tiempo una auténtica carrera de obstáculos. Debe hacerse con una estructura de partido que podría permitirle un gobierno con ciertas garantías de éxito. El barcelonés Manuel Valls, estrecho colaborador de Hollande, ha decretado el fin del partido socialista en Francia y manifestó su deseo de integrarse en «La República en marcha», nueva denominación de la formación presidencial. El poder simbólico y real del presidente no resulta comparable a lo que puede suponer una presidencia de gobierno en España, aunque tiene a derecha e izquierda enemigos que le anduvieron a la zaga en la primera vuelta.
Macron es europeísta como lo fue también Hollande, su maestro, pero la Europa que imagina debe contar con el beneplácito de la canciller alemana, cuyo próximo éxito electoral parece más que probable. Pero la hegemonía germana en el Continente debería ceder en algunos aspectos de un conservadurismo que sigue defendiendo. La idea de una Europa germanizada no hace sino propiciar otros refugios como los siempre rentables nacionalismos o radicalismos, a los que denominamos confusamente populismos. Las dificultades de un presidente, que aun antes de tomar posesión de su cargo ha comprobado cómo se producían manifestaciones callejeras pidiendo su dimisión, van a complicarse aún más si se mantienen o incrementan las diferencias sociales. Si la Europa que se nos prometió ahonda en las divisiones entre jóvenes y si las dificultades para sostener el estado del bienestar no llegan a corregirse, los ideales europeos, aquel viejo Continente acogedor, defensor de libertades, ya no servirá de útil parapeto. El aventurismo que tanto teme la canciller alemana al manifestar que no piensa cambiar su orientación, pese al advenimiento del nuevo líder francés, puede dar al traste con una Unión sumida en el desconcierto. Los otros dos grandes países de la Unión: Italia, también fundadora, en la que parece renacer cierta esperanza socialdemócrata y España, con Rajoy esquivando a su manera toda suerte de dificultades, con la espada de Damocles de un Partido Socialista dividido en banderías, no dejan de resultar meros espectadores de los esfuerzos de los fundadores por mantener un rumbo próximo a los intereses financieros, como observan con recelo los electores.
El papel de los europeos en un mundo globalizado no puede ser equivalente al de los años de aquel bienestar idealizado que limó diferencias sociales y empujó a las clases medias al consumismo al tiempo que iban asimilándose sin dificultades las corrientes migratorias. Pero el siglo XXI cambió los signos. Para Europa –y no sólo para Gran Bretaña– el Brexit es una experiencia que revela desconfianza (confiemos en que los británicos defiendan su pertenencia a Europa, aunque huyan de la Unión). A todo ello hay que añadir la llegada de Trump a la Casa Blanca (es de sobra conocida su escasa simpatía a una Europa que entiende como un competidor comercial) y la rápida progresión de China, comunista en lo político y liberal en lo económico. Ante los nuevos desafíos de todo orden, ligados a nuevas tecnologías y a la robótica, exaltar la imagen de una Europa sin ideales ni objetivos puede resultar inútil. Los problemas de Francia no son siquiera los del Sur del Continente y resultan más profundos de lo que pueden parecer a simple vista. Hasta Marine Le Pen se muestra dispuesta a reorientar su partido. Antes a los políticos acostumbraba a dárseles un margen de confianza de cien días al comienzo de su mandato. No deja de ser revelador que algunos franceses exijan ya la dimisión de su presidente antes de tomar posesión. Su impaciencia resulta simbólica. «Trabajemos Francia y España por una Europa más estable, próspera y más integrada», proclamó Rajoy. Pero sería deseable que para conseguirlo convencieran a la señora Merkel, tan adicta a la austeridad. Su efecto, en la Francia que hereda Macron, no se ha dejado sentir como en España, aunque ya le están mostrando el camino. Su futuro gobierno paritario podría estar integrado por ex socialistas, liberales y derechistas con vocación centrista: personalidades experimentadas. Pero sería el primer paso. ¿Hacia dónde?