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El buen salvaje

El retrato

Los Reyes son carne y nos encarnan. En el retrato, Letizia ya parece eterna porque podemos tocar el rojo

Digámoslo de una vez. El vestido de novia de Manuel Pertegaz para la entonces Princesa de Asturias no fue lo mejor que ha salido de sus talleres. Había que acudir al maestro, ya en sus últimos años, una gloria española que agonizaba en su viveza, con unos dedos tan delgados para los que no había talla de dedal, aunque alguien debió aconsejarle, más al modista que a la novia, que aquel diseño no era para la película «La princesa prometida».

El Armani blanco de cuello chimenea de la pedida tampoco fue la mejor elección aunque es de suponer que Letizia Ortiz se sintiera cómoda, pues no era más que un look de telediario de lujo, como si las noticias en lugar de Prado del Rey se dieran en Qatar.

El Balenciaga es otra cosa. Vemos la mejor versión de una reina de España de este siglo aciago y a la vez tan luminoso. Un tiempo de contrastes y contradicciones. El mejor modista en décadas, aún no superado, para vestir a una institución que es intangible y a la vez muy corpórea, que es lo que viene a ser Balenciaga, místico y asceta, terrenal y celeste.

Los Reyes son carne y nos encarnan. En el retrato, Letizia ya parece eterna porque podemos tocar el rojo. Como una reina de Velázquez mirándose al espejo. Así se viste y se ilumina. Un día verán el retrato de Leibovitz cuando hayamos muerto y allí encontrarán una luz y un vestido.

Balenciaga era hijo de Velázquez y Zurbarán y padre de Chillida. Toma el hilo de los siglos enhebrando corrientes artísticas que rematen un traje. Annie Leibovitz conecta todas esas referencias para hacer su propia obra maestra, que es convertir un cuerpo en fantasma y al revés. Tal vez Balenciaga ya pensara en una reina, una más de las que paseaban sus salones donde nunca fue un protagonista sino el autor que se esconde bajo las faldas de su creación. Leibovitz hizo el resto. Y la Reina se creyó al fin que lo era, y que lo era para bien.