Tribuna
La montaña de los días once
En 1987 había oído hablar tanto de Grífol que quise aprovechar mi primer viaje adolescente a Barcelona para hablar con él
Si no hubieran pasado ya más de treinta años y hoy estuviera en Barcelona, a estas horas andaría preparándome para pernoctar al raso en la montaña de Montserrat. Elegiría el lugar de costumbre: una explanada amplia, junto a la carretera, con vistas a la «roca foradada». Se trata de un capricho natural inconfundible. Una suerte de menhir natural adosado a la BP-1103 que parece proteger un agujero triangular sacado de una película de ciencia-ficción. ¿Y por qué? Bueno… fue justo ahí, en el verano de 1987, a punto de cumplir 16 años, donde tuve el encuentro con «lo imposible» más perturbador de mi vida.
Todavía tiemblo al recordarlo. La sensación de impotencia y desorientación que me invadió después de «aquello», acabo de revivirla estos días viendo la serie La Mesías que acaba de estrenar Movistar+. Se trata de un drama en siete entregas, de una hora de duración cada una, en el que los Javis retratan la deriva de una mujer que encuentra sentido a la vida tras creerse una «radio» para hablar con Dios. Más allá de su historia –que no es sino una versión tragicómica de tantas médiums, videntes, brujas o contactadas que en el mundo han sido–, su ambientación montserratina me ha electrizado.
Yo acudí a esa montaña atraído por otro de esos interlocutores. Uno real. Entonces él era un perito mercantil que, en su tiempo libre, subía cada día once de mes a escrutar las estrellas cerca de la «roca foradada». Casi siempre conducía un Matra Simca, un deportivo gruñón, triplaza, que aparcaba en aquel repecho para dejarlo con las puertas abiertas y la radio bombeando el Oxygène de Jean-Michel Jarre a todo trapo. «Si estáis ahí», gritaba para que pudieran oírlo, «manifestaos entre las dos estrellas superiores del Carro». Su ritual era siempre el mismo. Luis José Grífol (así se llamaba mi hombre-radio) miraba con sus profundos ojos azules al cielo y, mientras contaba alguna anécdota sobre «Ellos», sus seguidores enmudecían bajo el impresionante despliegue de la Vía Láctea sobre las luces de Barcelona. Al principio eran tres o cuatro. En los ochenta y noventa, cientos.
Era entonces cuando la expectación alcanzaba su clímax. «¡Allí!, ¡allí!». Decenas de dedos se elevaban al cielo apuntado a la región del firmamento que había «marcado» Grífol. Dos líneas de luz, como dos meteoritos en formación, acababan de atravesar la Osa Mayor. «¿Los habéis visto? ¡Están aquí! Son Ellos, los ángeles de ayer, los hermanos del Cosmos que se manifiestan para confirmaros su presencia. Escuchan lo que decimos; saben lo que pensamos; conocen lo que sentimos». Y, con el pecho de la concurrencia henchido de una indescriptible emoción, el distinguido chamán añadía: «Pero no pretendáis verlos porque sí. Ellos no están aquí para dar espectáculo».
En 1987 había oído hablar tanto de Grífol que quise aprovechar mi primer viaje adolescente a Barcelona para hablar con él. Tenía un amigo gallego al que le fascinaban también esas cosas y convinimos en ir juntos a entrevistarlo. Manuel Carballal y yo nos presentamos en su oficina un día 23. No era 11. No pensábamos siquiera en ir a Montserrat, pero tras un rato de charla, el propio Grífol se ofreció a llevarnos a la montaña a ver «sus estrellas».
Recuerdo que Manu y yo nos miramos sorprendidos, y sin vislumbrar peligro alguno en el ofrecimiento, aceptamos. Esa noche nos detuvimos a cenar en el hotel El Bruc. Justo ahí arranca La Mesías. El lugar tiene un restaurante funcional, abierto hasta tarde, y frente a un plato de caracoles nos explicó que lo de invocar «luces inteligentes» los 11 de cada mes era un homenaje a un caso ovni de 1979, cuando un 11 del 11 un vuelo charter cargado de turistas austriacos se vio obligado a desviarse de su ruta, entre Baleares y Canarias, y aterrizar de emergencia en el aeropuerto de Valencia por culpa de un «tráfico no identificado». El asunto llegó incluso al Congreso de los Diputados.
Un poco más tarde alcanzamos a la «roca foradada». Manu y yo le pusimos una grabadora delante. Llevábamos un buen rato registrándolo todo, con las cámaras en ristre, atentos a cualquier cosa. Y entonces pasó. ¡Pasó! Queríamos preguntarle que si Ellos no están para dar espectáculos, por qué se dejaban ver ante sus seguidores. «Crees que podría ser una especie de… abrir la mente… vamos a imaginar un poco… que podría ser una especie de…», le sugiere Manu. Fue justo en ese momento cuando el corazón de los tres se paró. Un enorme foco de luz blanca, como surgida de la nada, con un núcleo verdoso muy intenso y seguido por unas chispas anaranjadas, racheó sobre nuestras cabezas durante tres interminables segundos. «¡Mira, mira, mira, mira, mira, mira…!», gritó Grífol ufano con la cabeza vuelta al cielo. «¡Abrir la mente!, ¿eh?, ¿eh?».
A veces escucho esa grabación para convencerme de que aquello no fue un sueño. Que, en efecto, Manu y yo vimos un ovni en Montserrat. Uno fugaz, deslumbrante, que nos cambió la vida, obligándonos a estudiar este fenómeno hasta hoy. Es una «electricidad» rara que ahora La Mesías ha intentado captar a su modo y que, más allá de la ficción, flota todavía en Montserrat. Yo, si estuviera este día 11 en Barcelona, volvería allí en busca de esa chispa. Aún no sé si hay un «Ellos» detrás, pero abrir la mente… te la abre. De eso doy fe.
Javier Sierraes premio Planeta y recoge otras historias de luces en Montserrat en su libro «La ruta prohibida».
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