Quisicosas
Lux aeterna
Era poeta y artista, amaba la belleza y sólo detestó dos cosas, la lluvia y la muerte, y ambas lo obsesionaban
La noche en que murió Pepe Domingo Castaño llovió denodadamente. Tan pronto me dieron la mala noticia, mientras miraba el agua caer por la ventana, se me clavó en la memoria el primer capítulo de su autobiografía, titulado «Lluvia», donde había anunciado que llovería «torrencialmente» el día que muriese. ¿Cómo pudo saberlo? Pepe detestaba la lluvia, como todos los ciclotímicos. Es verdad que somos infancia y solemos estar definidos por dos o tres experiencias infantiles, a menudo traumáticas, que luego determinan una biografía. El niño rechazado busca aceptación. El hijo del alcohólico se anega en alcohol o lo rechaza taxativamente. El que se avergüenza de sus orígenes, lucha por superarlos. Pepe Domingo buscó furiosamente el sol, la luz, los focos, el brillo, seguramente por ahuyentar el fantasma húmedo de la morriña, que detestaba desde crío. «Estoy seguro –pone en su libro– de que el día que me toque el turno, cuando se me acaben los suspiros y se me vayan adelgazando las ganas de vivir, en el umbral de lo que todavía nadie ha podido ver y contar, lloverá, lloverá torrencialmente».
¿Cómo es posible que lo adivinase? Los huesos duelen antes de la tormenta y la presión en el alma acongoja a algunos como un sexto sentido. Pepe lo tuvo. Era poeta y artista, amaba la belleza y sólo detestó dos cosas, la lluvia y la muerte, y ambas lo obsesionaban. No es raro que anticipase que vendrían juntas. Dice Tere, su mujer, que no supo que se moría, que fue tan rápido el paso de unos dolores de garganta a la septicemia galopante, en veinticuatro horas, que no le dio tiempo. Yo no lo creo. No, estoy segura de que el viernes, cuando ingresó en el hospital, sabía con certeza terrible que el fin de semana barruntaba lluvia. A nosotros no nos engañan. El error estriba –y la vida está para aprenderlo– en caer en la trampa de las nubes. Como si por encima de ellas no brillase siempre el sol. Basta subirse a un avión para comprobarlo. Pepe Domingo había nacido en Padrón y salió de allí como un mihura, con una «imperiosa necesidad de sol, esa tremenda sed de azul, ese ansia descontrolada de claridad». Anduvo de playa en playa y de terraza en terraza, siempre bronceado, siempre vestido de claro, siempre como si la víspera hubiese nadado entre resplandores. Somos así, aterrorizados por las nubes, pero marcados por ellas para desear ansiosamente la luz. Bendita herida, porque nos impele a buscar con certeza de encontrar. Del mismo modo que la sed es signo de la existencia del agua o la sensación de abandono nos lleva a olismear el cariño. Qué bien hechos estamos, Pepe.
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