Quisicosas
Intonsa
No tiene nombre este frágil brote que salva el muro entre dos generaciones, lo derriba hasta aniquilarlo y traza una soga de fuego y piedra entre el tronco retorcido y el sarmiento novísimo, regando de resurrección el mundo.
Ha aterrizado una bola roja en mitad del salón, un meteorito ígneo que lo prende todo y reverbera en las paredes, en la casa incandescente es imposible mirar en otra dirección que no sea esta hoguera chisporroteante, como si los muebles o las alfombras no hubiesen existido nunca y las personas y las cosas recibiesen un bautizo de fuego que las hace inocentes y prístinas. Lo grande de la vida acontece sin concurso de la voluntad, no está a nuestra merced, y desata un vendaval que cambia el universo, como si todo brotase por primera vez, nos hace preguntarnos dónde estábamos antes, que no percibíamos la grandeza. Dile a una madre que explique el parto de su criatura, que ahora la mira desde fuera del útero, completamente ajena, después de haber sido coágulo de su sangre, plenamente suyo durante nueve meses. Dile a un joven que te describa el vértigo de culminar el primer sexo, ese precipitarse, esa vorágine inaugural de verterse de otro lado. Algunas de las mejores páginas de la literatura («Ella le amalaba el noema...») nacieron del intento vano, también algunos cuadros y sinfonías («El origen del mundo»). Nadie crea nada, sólo se contempla el ser con devota estupefacción, como Moisés se descalzó ante la zarza.
Y hay más: está la muerte, que te deja sin aire cuando te pisa el pecho, que convierte en ausencia cuanto miras. Están la enfermedad y el dolor, que hacen una cesura en la existencia y desproveen de significado lo que creíamos cargado de peso y ordenan prioridades insospechadas, que pretendimos soslayar con soberbia. Respirar, hablar, andar, enamorarnos, parir, explotar en un orgasmo, todo esencial, regalado, sin concurso de las potencias voluntarias, imprescindiblemente dado.
Al filo de los sesenta, creía colmada la lista de lo inesperado y heme aquí balbuciente, bisoña, desbordada y perpleja. Nueva como niña que alarga una mano trémula hacia el gurruño de carne rojiza, todavía ligeramente manchado de sangre, frunciendo los labios laboriosamente para una palabra nunca dicha, intonsa, surgida del abismo sólo para mí. Un vínculo perfecto sin nombre, tan incapaces somos que Adán olvidó ponérselo, porque hay «paternidad» y «filiación», hay «fraternidad», «matrimonio» y «pareja», pero no hay «gerontopueria» o «abuelez», nada que denomine esto. No tiene nombre este frágil brote que salva el muro entre dos generaciones, lo derriba hasta aniquilarlo y traza una soga de fuego y piedra entre el tronco retorcido y el sarmiento novísimo, regando de resurrección el mundo. Heme, pues, madre de nuevo, jovencita retornada, enamorada primera, alumna perpleja porque creía caduco el universo y es exactamente recién estrenado. Me ha sorprendido el resplandor porque no he reconocido los signos: la mujer, el hombre joven, el pesebre y un niño que es mi nieto.