Tribuna
El fiscal general del Estado
La circunstancia de ser nombrado por un Gobierno democrático, que asume la responsabilidad pública de su designación, no es un demérito institucional
Recientes actuaciones judiciales, relativas a integrantes del Ministerio Fiscal, invitan a una reflexión serena, en torno a la figura del Fiscal General del Estado, por primera vez afectado directamente por las circunstancias.
El Ministerio Fiscal ha sido tradicionalmente el gran desconocido de la Justicia. Hasta hace pocos años, era posible que una persona corriente, medianamente informada, preguntara qué hace un Fiscal.
En este sentido, las películas estadounidenses, tan importantes para la difusión de las ideas, han servido de poco, dada la notable diferencia entre el «attorney prosecutor» americano y el Fiscal europeo. El Fiscal anglosajón es un letrado, contratado por el Gobierno para acusar, cuyo éxito profesional se mide en condenas, lo cual llega incluso a modular sus emolumentos. El Fiscal europeo es un Magistrado de Carrera, con formación análoga a la de los Jueces, llamado a promover la Justicia, con independencia y desde la más absoluta imparcialidad.
El Fiscal General del Estado es el Jefe del Ministerio Fiscal español. Ello no significa que sea el «Fiscal del Gobierno», porque no es un cargo de confianza, sino profesional. La diferencia consiste en que los cargos de confianza pueden ser removidos en cualquier momento, sin causa objetiva, por mera pérdida de apoyo, por parte de la Autoridad que los nombró. No es el caso del Fiscal General, el cual es nombrado por cuatro años, no puede ser destituido por el Gobierno, ni precisa de la manifestación de confianza en su gestión, para asegurar su continuidad, no pudiendo ser renovado.
Los procesos judiciales alcanzan una presencia mediática notable, si el caso viene adornado de «simpatía periodística», como suele decirse en el sector, atrayendo la atención del público por la relevancia de los afectados. La presencia constante de Fiscales en los medios, impulsada por la fama de los investigados, incluso por la relevancia del propio Fiscal, ha permitido que la institución pasara, en ocasiones no deseadas, de ser desconocida a ser desconsiderada.
Los Fiscales somos profesionales del Derecho, que hemos alcanzado nuestro destino por méritos y capacidad, no por simpatía política. Desempeñamos nuestra función conforme a la ley, no siguiendo directrices ideológicas de ninguna institución.
Los Fiscales no nos alineamos con ningún Gobierno. De otro modo, no podríamos actuar cuando algún integrante del Consejo de Ministros, de las Comunidades Autónomas o de los Municipios debe ser investigado.
Si bien la dirección de las causas penales se encomienda, todavía en estos momentos, a los jueces de instrucción, no debemos olvidar que los sumarios se forman bajo la inspección directa del Fiscal, el cual puede formular observaciones, y hacer llegar requerimientos al instructor (artículo 306 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal).
De ahí la importancia del prestigio institucional de los Fiscales, cuyo desdoro necesariamente arrastra el de la Justicia, a la que sirven, asisten y supervisan.
Ciertamente, el Fiscal General del Estado es nombrado por el Rey, a propuesta del Gobierno, el cual toma nota del criterio del Parlamento y del Consejo General del Poder Judicial, antes de llevar a cabo la designación.
La autonomía del Fiscal General no puede asegurarse de modo más intenso. No puede ser destituido por el Gobierno que lo nombra, asume por un período fijo de mandato, y no puede recibir instrucciones de ninguna Autoridad, en relación con el modo en que debe desempeñar sus funciones.
La circunstancia de ser nombrado por un Gobierno democrático, que asume la responsabilidad pública de su designación, no es un demérito institucional. También hay Magistrados del Tribunal Constitucional nombrados por el Gobierno, sin que ello haya provocado reparo alguno. La alternativa sería aún más comprometedora, en orden a asegurar una independencia aceptable. En efecto, si el Fiscal General fuera nombrado por los propios Fiscales, el corporativismo asumiría el mando, y las asociaciones profesionales tenderían a imponer el candidato cercano a sus ideas, dividiendo la Carrera en próximos y lejanos a la Jefatura. Si el Fiscal General fuera designado por el Parlamento, los partidos tendrían dificultad para llegar a un acuerdo, como ocurre en el nombramiento del Consejo General del Poder Judicial, y la falta de colegialidad del nombrado, acrecentaría la dificultad, al no poderse equilibrar las tendencias, mediante la pluralidad de integrantes del órgano.
El nombramiento por el Gobierno puede suscitar dudas en relación con la independencia del Fiscal designado. Hay países en que dicha desventaja no es tenida en cuenta: en Estados Unidos, el Presidente puede nombrar a su hermano como Fiscal General (caso Kennedy) sin que nadie se escandalice por ello. Lo importante es que el propio elegido sea capaz de cumplir la misión encomendada, transmitiendo a la ciudadanía la seguridad de su independencia, para lo cual la selección del candidato es la más importante de las prevenciones.
El actual sistema es mejorable. Una reforma adecuada transita por la potenciación de la antigüedad, como mérito de promoción en la Carrera, como quiere la Jurisprudencia, que destaca la capacidad profesional como criterio decisivo (STS (3ª) 452/2022). De este modo, limitando las facultades del Fiscal General para proponer la selección de altos cargos, se asegura una mayor independencia.
En todo caso, parece indudable que la proyección pública de la Fiscalía debe ser más cuidada, siendo adecuados cuantos esfuerzos puedan realizarse para acercar a la ciudadanía dicha institución, más relevante de lo que se cree, cuyos miembros son profesionales e íntegros.
Álvaro Redondo Hermidaes fiscal del Tribunal Supremo