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Isabel Celaá

Montón, víctima del oportunismo

El archivo de la causa contra la exministra de Sanidad, Carmen Montón, acusada sin fundamento de presuntas irregularidades en el máster en Estudios Interdisciplinares de Género que cursó en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid en los 2010 y 2011, que le costó la renuncia al cargo, pone en evidencia no sólo la doble vara de medir del actual presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, sino su servidumbre de la coyuntura. Así, no tiene otra explicación plausible, más que el oportunismo político, que se obligara a dimitir a Carmen Montón, mientras se mantienen en el Ejecutivo ministros que están muy lejos de los estándares de limpieza reclamados por Sánchez, pero que sólo, ahora podemos comprobarlo, tenían la pretensión de marcar con el signo de la indignidad a los miembros de la oposición, en especial, del Partido Popular. Por lo visto, el único pecado de Montón, con independencia de cualquier otra consideración personal o profesional, fue que la infundada denuncia sobre su máster de posgrado coincidió en el tiempo con la, también inicua, campaña de acoso y derribo contra el presidente del PP, Pablo Casado, a cuenta de su trabajo de posgrado, escándalo montado artificialmente, como muchos otros que han marcado la «caza de brujas» impulsada desde el PSOE y Ciudadanos en esta legislatura. Pero esta doble vara con la que se ha medido, insistimos en que por meras razones de oportunismo político, a Carmen Montón se vuelve más escandalosa si cabe ante la situación que estamos viviendo en un Gabinete cuya máxima aspiración, paladinamente declarada por la ministra de Educación y portavoz gubernamental, Isabel Celaá, es la de mantenerse. Esto explica que ante casos que no admiten dudas, como el del titular de Exteriores, Josep Borrell, sancionado por la CNMV por uso de información privilegiada en la venta de acciones de una empresa en crisis en la que ejercía como consejero –un comportamiento con la suficiente jurisprudencia internacional para intuir cuál sería su destino en cualquier otro Gobierno occidental–, Pedro Sánchez haya optado por una línea de resistencia a ultranza. En realidad, es la defensa de su propio cargo, considerando que fue él quien eligió a los miembros de un Gabinete que, a día de hoy, tiene a dos ministros, Pedro Duque, de Ciencia e Innovación, y Nadia Calviño, de Economía y Empresa, como titulares de sociedades instrumentales para reducir su carga fiscal; a la ya citada Isabel Celaá, que ha ocultado propiedades inmobiliarias en su declaración de bienes, y a la de Justicia, Dolores Delgado, reprobada tres veces por el Parlamento. Ciertamente, sólo la mera asunción propia de los baremos de respetabilidad que Pedro Sánchez exigía a los demás, y que sustanciaron su labor de oposición al Gobierno de Mariano Rajoy, redundaría en la destitución de medio Gabinete y en la consecuente convocatoria electoral. Por el contrario, Sánchez parece decidido a mantenerse, maniobrando según la coyuntura y de espaldas al penoso espectáculo de un Gobierno que presumía de ética y de estética –el «Gobierno bonito»–, pero al que ya sólo le queda ir ganando, mal que bien, tiempo, hasta que la imposibilidad de contentar a sus socios de la moción de censura le obligue a convocar elecciones. Naturalmente, también será una cuestión de coyuntura y de oportunidad para sus artífices, que es lo que parece mover muchas de las actuaciones que hemos vivido en estos últimos meses, donde se ha llegado a plantear sin subterfugios el incumplimiento de una sentencia judicial, previsiblemente condenatoria de los inculpados en el proceso independentista de Cataluña, mediante el recurso a la figura del indulto.