Sevilla
Adiós a la Gran Duquesa
Ha muerto María del Rosario Cayetana Fitz-James Stuart y Silva, XVIII Duquesa de Alba. Tenía 88 años y expiró en el Palacio de Dueñas de Sevilla, rodeada de su familia y en la casa donde ha pasado los momentos más felices de su vida, como tantas veces confesó. Su biografía dibuja a una mujer especial, pero no de otro mundo, muy al contrario, pues supo combinar su obligación de conservar la historia y el patrimonio del título nobiliario de más alto abolengo de Europa –y aquí el término es justo y preciso– con un apasionado sentido de la existencia que la convirtió en un personaje mundano, en el único sentido de la expresión que posee para referirse a alguien que tiene los pies en la tierra y está apegada a los placeres cotidianos. Rompió todos los estereotipos de alguien que podía dialogar con sus antepasados, con el Álvarez de Toledo que inauguró la Casa, con el Gran Duque de Alba, el mayor militar y consejero que tuvo a su lado Carlos V; con María Teresa de Silva retratada por Goya, pues con la otra mano prefería tocar la dimensión profunda del arte popular, la pintura, el baile y el flamenco. Llegó a la jefatura de la Casa de Alba en 1953 tras la muerte de su padre, Jacobo Fitz-James Stuart, y se propuso el objetivo de conservar un patrimonio inmenso y asumió la responsabilidad de devolver a sus descendientes lo recibido, siguiendo la lección de su padre, que mandó que en la entrada del Palacio de Liria, en Madrid, una vez restaurado tras haber quedado destruido en la Guerra Civil –por las bombas de unos y el fuego de los otros–, figurase una frase de Cicerón: «Para los dioses inmortales cuya voluntad fue no sólo el que yo heredara estas cosas de mis antepasados, sino el que se las transmitiera también a mis descendientes». Cumpliendo lo que dijo el clásico, creó en 1975 la Fundación Casa de Alba, dedicada al cuidado de sus bienes artísticos y arquitectónicos. La mujer que más títulos de nobleza hereditaria ha ostentado jamás –de lo que nunca se vanaglorió– reunió catorce grandezas de España, por lo que sería innecesario recordar su compromiso con la Corona (Alfonso XIII fue su padrino y la reina Victoria Eugenia, su madrina) y, de manera especial, en el momento de la restauración de la democracia, cuando abrió su casa a los futuros Reyes Juan Carlos I y Sofía. Quienes la trataron hasta el final siempre la definieron como una mujer libre, sin un ápice de amaneramiento cortesano, con momentos de soledad y misterios. Llevó sin importarle los clichés de la vida disipada que sobre ella se dijo, sin una réplica y mala cara. «Qué escriban lo que quieran. ¡Se han dicho tantas cosas sobre mí! Unas pocas, verdaderas; otras muchas, simplemente bobadas», escribió en sus memorias. Su paso por esta vida permanecerá en la historia centenaria de la Casa de Alba.
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