César Vidal
Piñero, piñas y piñones
Sucedió a inicios de la última década del siglo pasado. Una profesora titular de universidad me refirió el peculiar caso protagonizado por dos colegas. Un docente aprovechaba los congresos profesionales para invitar a compañeras a subir a su habitación de hotel con el pretexto de mostrarles documentación histórica. Una vez que la fémina había tomado asiento, el profesor espetaba a la invitada de turno: «Oye, ¿te parece bien si hacemos ahora el amor?». La relatora del episodio no había sufrido en carnes propias el acercamiento del deplorable personaje, pero había tenido ocasión de oírselo referir a una de las víctimas que había abandonado la habitación más que a paso. Naturalmente, pregunté si iban a hacer algo al respecto más allá de publicar la anécdota por despachos y pasillos, pero la profesora rechazó semejante eventualidad con energía. El protagonista había sido sacerdote en el pasado, había colgado los hábitos, se había casado y tenido hijos, se había divorciado y, al parecer, esa sucesión de desdichas psicológicas podía haberle arrastrado a tan torpes vías para buscar sexo. Que se supiera, argumentó, no le iba a hacer ningún bien. Lo mismo pensaban las otras profesoras. Piñero en busca de piñas, estoy convencido de que el rijoso debió jalarse pocos piñones, pero su conducta, se mire como se mire, resultaba quizá no delictiva, pero sí bastante despreciable. Mientras tanto los años han ido pasando. Repetidor de una disparatada teoría histórica fraguada en los años sesenta por un británico, mediocre filólogo empeñado en fungir de historiador, ansioso de tener una notoriedad que siempre lo rehuyó, frustrado posiblemente en todo o casi todo, hoy en día, debe andar más cerca de despojo que de humano. Sin embargo, su patética historia me ha venido a la mente al observar la moda de denunciar abusos que se perpetraron hace décadas, que nadie denunció en su día y que ahora resurgen de algo tan poco sólido y fidedigno como es la humana memoria de la que ya sabemos que los recuerdos se acercan más a una interpretación acomodaticia que a un acta notarial. A un cuarto de siglo de distancia, ¿realmente merecería la pena revelar el nombre de este tipo y con él los de aquellas que, para detenerlo, se valieron de un simple sofión, un recuerdo a su madre o un portazo? Créanme si les digo que no pretendo tener la respuesta.
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