El desafío independentista
Los «abrazafarolas»
La semana que hoy arranca va a marcar el inicio de la «campaña» post anuncio de fecha y pregunta para un arriesgado carnaval, frente al que echando mano de la retórica de saldo de Puigdemont, únicamente sirve la disyuntiva «legalidad o legalidad». El fracaso en la venta del «procés» nos ha brindado, antes de la pantomima revestida de solemnidad de este viernes, momentos estelares en los que, buscando angustiosamente la foto del adepto, el todavía presidente catalán no ha reparado en abrazar cualquier farola por las esquinas. Que Puigdemont acabara por recibir a anecdóticos representantes como el del independentismo andaluz poniendo la guinda a un patético elenco de otros «hermanamientos», más cercanos al «sexo de pago» que al amor, da la medida de una desesperación que ahora, concretado el paso de anunciar fecha y pregunta, muestra inquietantes síntomas de quienes difícilmente pueden ya deshacer su propio embrollo. El desafío no tiene firma de oficialidad y de momento siguen siendo alharacas, pero a nadie se le escapa que las provocaciones al borde mismo de la línea roja del Estado de Derecho van a ser constantes por parte de quienes son sabedores de que, no una extralimitación, sino cualquier estruendosa aplicación de la legítima legalidad supondría un balón de oxígeno para el victimismo. Mariano Rajoy acierta no convocando de momento a los principales líderes constitucionalistas Sánchez y Rivera tras el anuncio del órdago, sobre todo porque no procedía entrar a ese «trapo» por mucho que algún medio prosoberanista se «columpiase» el viernes anunciando una comparecencia del presidente dando réplica en la Moncloa, pero, llegado el caso, el bloque constitucional deberá marcar una línea firme de unidad en torno a cualquier medida que deba adoptar el Ejecutivo. Ahí no valdrán ambages. Las trampas de quienes cabalgan sobre un tigre desbocado van a ser permanentes con palabras y con hechos. Será la «canción del verano» peligrosa, eso sí, porque cuando se carga el peso de la incompetencia política sobre el pueblo –ese que según Puigdemont no tiene cosquillas– se corre el riesgo de que el siguiente paso sean actuaciones «unilaterales» como señalar en carteles, en un más que probable delito de odio a líderes democráticos no independentistas como «enemigos del pueblo». Menos relevante se ofrece sin embargo el intento de la «Diplocat» por desacreditar internacionalmente al régimen democrático español. Ya no hay ni embajada, ni corresponsal extranjero por recién llegado que sea, que trague con la «matraca» por mucho que Puigdemont se nos presente disfrazado de oprimido monje tibetano. Si no se cometen errores desde el Gobierno –empezando por machadas dialécticas de algún «buey suelto» como ocurrió en el pasado–, lo lógico es que el «procés» se siga ahogando con su propia cuerda. No en vano el dislate es tan evidente que subyace en la propia pregunta a propósito de la obvia condición «republicana» del quimérico nuevo estado porque, salvo que aparezca algún descendiente en el exilio de Ramón Berenguer reclamando un trono, para dinastías –ya saben– queda la de los Pujol.
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