Ángela Vallvey
Lo Real
Lo real no es fácil de precisar. Y, si no, que se lo pregunten a los filósofos, artistas, científicos... Fuera de nosotros mismos lo que hay resulta, como mínimo, muy misterioso. Con suerte, nos queda claro que hay que tener cuidado «ahí fuera», y eso porque lo hemos oído en las viejas series de televisión. Pero, por si no teníamos bastante con el mundo real tal y como es, la tecnología ha venido a complicárnoslo un poco más. Primero con la «realidad virtual», y ahora con la «realidad aumentada». Creo que el simple nombre ya es imponente. Asusta, casi. Lo de aumentar la realidad suena a amenaza, más que a ocioso jolgorio. «Realidad aumentada» quiere decir que, a través de un dispositivo tecnológico –habitualmente un teléfono inteligente, que es un ordenador pequeño que sirve para casi todo y en el que lo secundario es poder hablar a través de él–, se pueden ver elementos del entorno físico real combinados con otros virtuales, en tiempo real. Eso supone una gran ayuda cuando, verbigracia, a la calle donde estamos perdidos se le superpone un mapa que nos ayuda a encontrar la salida. Pero los programas de realidad aumentada también pueden situar un pokémon virtual sobre el flequillo de Kim Jong-un o al borde de un precipicio... lo que complica la vida de las personas. Sobre todo si las instrucciones son: «¡Caza al pokemon!». La realidad aumentada ha hecho «realidad», valga la redundancia, el sueño de un filósofo medieval que ansiara tener una imagen totalizadora del mundo: ofrece una visión profunda del mismo a través del reconocimiento de objetos. A Boecio o a San Agustín de Hipona les daría un jamacuco si pudieran jugar a Pokémon Go.
La realidad aumentada no sería posible sin la tecnología GPS, el sistema de posicionamiento global que permite saber dónde estamos, en el peor de los casos, con un error de pocos centímetros. Nunca, en la historia del ser humano, las preguntas: «¿Dónde estoy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?» habían tenido una respuesta tan exacta. Y, sin embargo, es posible que los seres humanos que recorremos hoy la Tierra nos sintamos, en general, más perdidos que nunca. Llenos de angustia existencial. Pues si antiguamente el infierno era la mirada del otro, hoy es nuestra propia mirada la que nos envuelve en incertidumbres. Eso sí, siempre con la ayuda imprescindible de un carísimo Smartphone.
Qué tiempos, oiga.
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