Tribunales
Linchamiento
La Real Academia Española define linchar como «ejecutar sin proceso y tumultuariamente a un sospechoso o a un reo». Frente al repudiable y condenable linchamiento, nuestra Constitución en su artículo 24 establece la presunción de inocencia, principio básico en derecho y que se recoge en la legislación de los Estados democráticos y en multitud de instrumentos internacionales. La Declaración Universal de los Derechos Humanos establece en su artículo 11: «Toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en un juicio público en el que se le hayan asegurado todas las garantías necesarias a su defensa».
La presunción de inocencia no es un pronóstico; rige no solo cuando se cree que alguien es inocente, se aplica siempre, también cuando los indicios son de culpabilidad, porque solamente una sentencia firme del órgano judicial correspondiente puede establecer que una persona es culpable de un delito; nadie más lo puede hacer, por muchos que sean los que lo pretendan. Se comparte y se defiende siempre este principio cuando afecta a uno mismo. También se pide que se respete la presunción de inocencia –con algunas excepciones por intereses inconfesables– cuando se trata de gente próxima, cuando se acusa a «uno de los nuestros»; pero cuando se trata de alguien lejano, y sobre todo si es un adversario, la presunción deja de existir, es un delincuente y se le condena sin ser juzgado.
La injusticia de no respetar la presunción de inocencia no se limita en nuestros días a decir que alguien es culpable sin que haya finalizado el pertinente proceso, ¡no!, eso es poco, hay que machacarlo, hay que lincharlo. En los medios de comunicación y en las redes sociales se le difama, se le destroza, se mancha su reputación, sumándose al ajusticiamiento numerosos seguidores de Lynch –ay, esos comandos «independientes»–, amparados la mayoría en la masa y en el anonimato. Cuando oímos o leemos que «alguien ha comparecido como investigado», y se añade maliciosamente «antes imputado», se le seguirá viendo como culpable, aunque se haya cambiado la denominación legal precisamente para acabar con ese estigma. Toda esta aberración no es suficiente si se trata de un político, porque entonces, además, sin ningún respaldo judicial, tiene que cumplir inmediatamente una pena: ser cesado o dimitir del cargo que tenga. Algunos que presumen de nueva política son justicieros de estas prácticas tan repudiables y antiguas que ya las aplicaba la Inquisición. Son innumerables las personas que se han sentado en un banquillo acusadas de un delito y han sido absueltas en sentencia firme, pero a los que usurpan las competencias de los jueces y ejecutan como verdugos no les importa el daño irreparable que se haga a los inocentes que han linchado.
No se puede exigir el cese o la dimisión de un político por el hecho de que sea investigado o encausado en un procedimiento penal, ni por la apertura de juicio oral, como propugnan algunos. Se puede pedir y debe producirse por múltiples causas, haya o no haya apertura de juicio oral, sea o no sea investigado, incluso no existiendo ningún delito.
Las razones por las que Rita Barberá debe o no debe dimitir son exactamente las mismas que antes de la decisión del Supremo de abrir una investigación, porque la responsabilidad política nada tiene que ver con la situación procesal; y en el ámbito penal la señora Barberá, el señor Chaves, el señor Griñán y todos los ciudadanos, en un Estado de Derecho, son inocentes, y lo seguirán siendo mientras un Tribunal de Justicia –y no de linchamiento– no diga lo contrario mediante sentencia firme.
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