Manuel Calderón

El insoportable peso del patriarca

Poco antes de que hiciese aparición, se apagaron las luces del Palacio de Congresos de Cartagena de Indias y un foco buscó nervioso –tanto como el público expectante– por una puerta lateral a un hombre pequeño vestido con un traje blanco protegido por un cordón de seguridad. Entonces comprendí que García Márquez era lo más parecido a un dios, por lo menos en Colombia, alguien que estaba por encima de todos, que acumulaba más poder que político alguno o terrateniente y que podía conseguir que en ese lugar en la tierra no se perdiera la esperanza: centenares de jóvenes le esperaban en la puerta como si fuera la estrella de un culebrón. Si alguien era intocable para guerrilla o narcos, ése era él. Aquello sucedió a finales de marzo de 2007. Cuatro años antes, se reunieron en Sevilla un grupo de jóvenes escritores latinoamericanos que querían dejar de ser «jóvenes escritores latinoamericanos» para convertirse sólo en escritores sin arraigo. Eran los damnificados de la onda expansiva del «boom» y las secuelas del «postboom» y del «babyboom». A la postre, el encuentro fue un homenaje a Roberto Bolaño y su última aparición pública. Fue tanto el peso de la obra de García Márquez, y el caudillaje que ésta ejerció, que literalmente sepultó a una generación entera de escritores (la de Piglia, Aira y Fogwill) y a punto ha estado de que otra siguiera de por vida tras su estela mágica, y eso que lo anunciaron en el manifiesto McCondo: Gabo nuestro, déjanos marchar solos. La poderosa irrupción de Bolaño y su obra póstuma «2666» cerraba del todo una hegemonía asfixiante, libro sobre el que García Márquez nunca dijo nada, a diferencia de Vargas Llosa. Incluso Borges cumplía la pena de estar lejos de la grafomanía panamericana. Sobre la efusividad con la que el autor de «El Aleph» fue recibido en España en 1975 por parte de escritores y universitarios, dijo: «Allí el panorama es tan pobre que admiran fácilmente». Así no se podía conseguir el Nobel.