Joaquín Marco
El fin del bipartidismo
El actual bipartidismo no constituyó una gran novedad en la historia parlamentaria española. Fue la discutida esencia de aquel régimen de la Restauración, en el siglo XIX, que pretendió dar cierta estabilidad a un país que había de enfrentarse a las guerras carlistas, de un lado, y a los procesos revolucionarios de otro. Al configurar el modelo que surgía de la Transición los padres constitucionales optaron por una ley electoral que fomentara el mayor equilibrio posible, incluso forzando proporcionalidades de voto y observando a su vez los modelos de los grandes países desarrollados, ya fuera Alemania, Gran Bretaña, los EE.UU. o Francia. El bipartidismo asumió también la existencia de otros grupos políticos minoritarios, aunque de difícil encaje nacional. El Partido Comunista y más tarde IU nunca lograron ser considerados como partidos de gobierno. Fueron, por el contrario, los nacionalistas, CiU y PNV, quienes se convirtieron en la bisagra en la que se sustentaban PP y PSOE para consolidar los gobiernos en minoría o para lograr la aprobación de algunas leyes. Hoy se han convertido en otro problema añadido que requiere alguna solución. El modelo bipartidista no ha sido, pues, hasta ahora una forma política pura, dada la existencia de otros partidos minoritarios. Conscientes de ello se aludía a estas fuerzas parlamentarias, que no tenían opciones de formar gobierno, como «las minorías». Tan solo en una ocasión Roca Junyent y otros intentaron, con no pocos medios, lanzar una formación centrista de ámbito nacional, cuyo origen estaba en CiU y cuyo resultado fue un estrepitoso fracaso. Tampoco el intento de Rosa Díez ha superado el listón necesario. El modelo bipartidista, de hecho, se manifestaba razonablemente sólido. Ninguna de las dos grandes formaciones había mostrado mucho interés en modificar una ley electoral que rige en su favor el funcionamiento de la vida política. Pero a la vista de la movilidad del espectro político, de proponérselo en serio, llegaría tarde.
Antes de que se produjera el pasado debate anual sobre el Estado de la Nación, costumbre que fue instaurada por Felipe González en 1983 (el primero se celebró los días 20, 21 y 22 de septiembre, en un cara a cara con Fraga Iribarne) se hablaba ya del fin del bipartidismo. En efecto, tras las movilizaciones de «los indignados», Pablo Iglesias y los suyos supieron convertir las protestas en la forma de un partido que buscó situarse a la izquierda de IU y que ha ido girando hacia posiciones más moderadas modificando, a su vez, la terminología de aquella formación, de la que la mayoría de sus dirigentes procede. El acto del pasado miércoles en Madrid hizo patente su voluntad de desplazar al PSOE como alternativa al replicar el discurso de Rajoy. A su vez Ciutadans, un partido catalán y centrado en la problemática de esta Comunidad, vio la oportunidad de expandirse y gracias a su posición centrista, aunque con ciertos rasgos socialdemócratas, se ha disparado en ciertas encuestas. En este año plurielectoral es difícil vaticinar el alcance y desarrollo de formaciones que, se supone, han de restar votos de los dos grandes partidos. Ciertas encuestas, otra arma electoral, han vaticinado, incluso, el triunfo de Podemos en unas elecciones generales. Lo cierto es que, pese al gran número de indecisos, de mantenerse el progreso de las nuevas formaciones, el panorama político español sufriría un gran cambio. Se habla con escasa propiedad, siguiendo al Ortega de los inicios, de vieja y nueva política. Lo cierto es que las nuevas generaciones han hecho visualizar una imagen distinta a la que estábamos acostumbrados desde la Transición. Pero caras nuevas no significan políticas nuevas. La mayor transformación se ha producido, a mi entender, en el ánimo de los españoles. Desengañados, según se dice, de la política, sin embargo, resultan asiduos a las tertulias y se manifiestan explícitos a la hora de mostrar sus preferencias. Es muy posible que buena parte de la juventud se sienta hoy atraída por la controversia política pese a que en la sede parlamentaria se manifestó con agria dureza. Algunos líderes tenían que superar la bisoñez del debate parlamentario y, a la vez, afirmarse ante sus propias formaciones. El estado de la nación fue sustituido a menudo por el estado de los partidos políticos.
Todos tuvieron que mostrarse agresivos frente a sus oponentes. Y ello es algo que acaba perturbando el ánimo y la buena disposición ciudadana. Más que un debate de ideas el acto se convirtió en una escena preelectoral situada en el inapropiado escenario del Congreso de los Diputados. Algo más, sin embargo, diferenció este debate de los anteriores. Las nuevas fuerzas –sea cual sea su futuro alcance electoral– no estaban presentes en el Congreso. Y, sin embargo, planeaban en las intervenciones. Parecía como si los líderes de las dos grandes formaciones boxearan contra sombras. Es posible, como auguran ciertos comentaristas, que nos encontremos en el inicio de un nuevo ciclo. Pero el fin del bipartidismo encierra enormes dudas. Y los electores, en su momento, habrán de reflexionar si les interesa entrar en zona desconocida. No sabemos hoy lo que podría depararnos. De hecho, ni siquiera conocemos a ciencia cierta los programas políticos de estas formaciones. Y juegan con la poderosa arma de la corrupción que nos invade. La ciudadanía se ha vuelto ya más exigente en su contra y los partidos «viejos» intentan liberarse del pasado que los desdibuja. Parece difícil creer que el castigo en las urnas llegue a hacer desaparecer a las grandes formaciones. Pocos dudan, sin embargo, que nadie alcanzará una mayoría absoluta como la que disfruta hoy el PP. Llegaremos así a un terreno poco explorado: el pacto. Pero no se ha practicado hasta ahora una cultura pactista. No vivimos en una sociedad como la alemana ya acostumbrada a ello. El estado de la nación constituye una incógnita en el inmediato futuro. Muchos creen que va a cambiar mucho la vida política, pero cabe preguntarse también si redundará a favor de los ciudadanos. Ya no se trata siquiera de recortes o adhesiones más o menos calurosas a la política que ha llevado hasta hoy la UE. Deberíamos preguntarnos cómo queremos ser representados y no sólo por quiénes. No hay fórmulas mágicas en una actividad que debiera regular nuestra mejor convivencia y bienestar.
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