Opinión

La España difícil

Es innegable que lo tópico es decir que España quizás es completamente diferente –y no para bien– de la mayoría de los países especialmente, porque parece que su Historia tiene necesidad de radicales crisis periódicas, seguidas casi siempre de cambios más o menos importantes, y a veces totales y también violentos. Hace medio siglo, más o menos, los señores Laín Entralgo y Calvo Serer discutieron sobre si España era en sí misma un problema o no, y quizás no se vio muy fácilmente la razón de esta discusión, pero podríamos decir que en realidad el asunto viene desde los tiempos de la Constitución del año 12 en los que en verdad España se tornó en un problema, en razón de que los mismos españoles que estaban luchando «pro aris et focis», que es decir, por el Altar y el Trono contra la República Francesa y su Primer Cónsul, Napoleón Bonaparte, introdujeron en una Constitución las libertades políticas republicanas. No se supo, no se pudo, o no se quiso resolver esta contradicción, y entonces, necesariamente, España quedó rota, porque en vez de subrayar un hecho así y tratar de levantar una convivencia de opuestos, se optó por hacer dos Españas, y en el peor de los sentidos: con la finalidad, cada una de esas Españas, de aplastar a la otra.

También podríamos decir que, en efecto, había habido dos Francias, pero, fueran como fueran las cosas, pronto se percataron los franceses de que Francia ya era Francia antes de la Revolución y les pertenecía a todos ellos. Algo que todavía no parece que hayamos descubierto los españoles, entre los que cada partido, partida o asociación, parece tener necesidad de hacer añicos y borrar la realidad y la memoria de los otros. Y quizás somos también los únicos capaces de levantar memorias y teatrillos de muertos con los que seguir aporreando a los vivos, en un mundo de sombras y telarañas del pasado. Y que nadie pueda habitar ese pasado como tranquilo estudio. Si quedara humor para compararlo, diríamos que nos está ocurriendo lo de aquel alcalde del que hablaba Don Miguel de Unamuno, que se dormía durante las sesiones municipales y cuando se despertaba preguntaba : «¿De qué se trata? Porque yo me opongo». Y las que pueden oponernos y separarnos a los españoles de manera radical y secretora de imbecilidad y odio son infinitas cosas más que en el resto del mundo. E historias son que debían avergonzarnos: repetitivas, necias y absurdas, rencores alimentados por la envidia y la maldad. Y soberbias de dioses menores y mortales que se creen señores del mundo y ponen fábricas de ingenieros de almas, para alimentar todo un mundo con piensos compuestos.

Así que habrá que conceder que España, al menos desde el XIX, es un problema, porque aparece una España doble, y ahora mismo son diecisiete Españas que no quieren llamarse ni siquiera «España desgarrada», y que se han inventado una Historia más o menos pintoresca y mitificado una lengua; y hasta una cultura, pongamos por caso del bacalao, casi tan seria como cuenta Corominas de un cierto catedrático de filosofía suyo, que había asociado las categorías kantianas a las distintas clases de bacalao, como ayuda memorística. Y trágica ha sido la memoria de la casta del ser o no ser español a parte entera, y llena de pensares, de sentires y de sangre nuestra vida española, porque se abrió así toda una gran llaga en la Historia de España, que ha perdurado en nuestra conciencia española hasta este mismo siglo XXI, como una tradición de odio, que siempre anida en recovecos donde no da el aire ni el sol de la mínima crítica y racionalidad. Resulta increíble que en esos nidos todavía pueda haber gentes, como «los hombres oscuros» que decía Erasmo, que viven de memorias de sangre e ideales de autodestrucción. Pero parece que los hay, y que los españoles deben contestarles que ya acabaron para siempre tales ejercicios de estupidez y desencuentro entre nosotros.