Sin hogar
María Jesús, Dubraska y Carlos: la historia de los olvidados de la calle en Madrid
Tres sin techo de Madrid dan su testimonio y reclaman más empatía por parte de la sociedad con su situación
Hay todo un relato no escrito acerca de lo que es ser una persona con éxito: estabilidad económica, un techo y unos lazos sociales fuertes. Amor de una pareja, amor de la familia, amor de los amigos. Todo ello es lo que constituye lo que la sociedad entiende como «una persona normal». María Jesús lo tenía todo. Y más. Aunque ella lo que recuerda es que tenía muchas llaves. «Tenía llave del coche, de la casa, del trastero, del otro coche. Tenía a mi marido y a mi hija, además de una muy buena posición económica, pero se cruzó en mi camino otra persona y me enamoré». Así comienza ella el relato de una espiral que la llevó a acabar pidiendo en la calle, sin dinero, sin familia… sin llaves de nada a lo que llamar hogar. Ahora tiene 54 años y Cáritas Madrid la ha convocado para que cuente su historia con motivo de la celebración mañana, 31 de octubre, del Día de las Personas sin Hogar. Y es que la historia de María José, Susi, como la llama aquellos que hoy la quieren, es un claro ejemplo del lema que Cáritas, en coordinación con la Red FACIAM, ha elegido para la campaña de este año: «¿Sin salida? Perdidos en un sistema de protección social que no protege».
Por amor, María Jesús dejó a su marido y su casa. «Los dos primeros años fueron maravillosos» relata, mientras se le entrecorta la voz, «pero llegaron el maldito alcohol y las malditas pastillas, y se acabaron los viajes y se acabó la vida, porque empezó a pegarme». Primero, dice, fue una bofetada. Luego la correa. «Y a día de hoy llevo 32 puñaladas en mi cuerpo». El suyo no es uno de esos casos en los que no había denuncia previa. Sí la había. Y también una orden de alejamiento. Lo que no hubo fue la suficiente protección, porque una noche él entró en su casa. «Le condenaron a 10 años y dos meses de prisión», explica María Jesús, «pero a los dos meses se ahorcó en su celda». En aquel momento recibió una llamada de su ex marido. «Me dijo que, por fin, era libre», recuerda. «Y sí, lo era, pero siempre queda ahí el orgullo herido de que esa persona que te quiere te pega porque te lo mereces, porque lo haces mal», dice. Aquello fue la gota que colmó el vaso. «Un día no podía más y fui a Atocha con la intención de quitarme la vida», dice, con lágrimas en los ojos.
Un «ángel» en la tierra
Sin embargo, aquel día se le acercó alguien que ella recuerda como «su ángel». «Una señora vino y me preguntó qué iba a hacer, que si me iba a tirar a las vías», relata. «Lo cierto es que estaba justo al filo y, aunque le dije que no, no me creyó y me llevó con ella hacia atrás», reconoce. «No haga eso, hay que vivir», le dijo aquel ángel llamado Clara. «Entré con ella en el vagón y la vi pedir. Me dijo: si no tienes a dónde ir, quédate conmigo y haz lo mismo». María Jesús le contestó que ella no sabía hacerlo, pero, aun así, se unió a Clara. Y contó su historia. «Aquel día me encontré con gente muy generosa», recuerda. De hecho, en la mirada de María Jesús aún se puede ver la paz de quien no ha perdido la esperanza en quienes la rodean.
Aunque, en realidad, su relato pondría bastante difícil a cualquiera sentirse así, sobre todo por lo que vino después. «¿Sigues teniendo relación con Clara?», le preguntamos. Y parece que hemos tocado una herida que aún no se ha cerrado. «Clara fue noticia hace unos años, porque unos chicos la quemaron mientras dormía», lamenta. Aquella noche, María Jesús había conseguido el dinero suficiente como para dormir en una pensión, pero Clara no. «Podría haber estado con ella», afirma. Han pasado 11 años desde la última vez que María Jesús supo algo de su familia. «No les he buscado y no sé si ellos lo han hecho, pero no quería que vieran en lo que me he convertido». Porque, de hecho, si algo se desprende de su testimonio es que, para la sociedad, cuando se pierde el techo parece que se pierde la dignidad. «Hace un año me desperté en un hospital», afirma. Le había dado un ictus mientras estaba en el metro, y la encontraron en las cocheras. No solo no la había socorrido nadie, sino que, mientras estaba inconsciente, le habían robado el abrigo y los 80 euros que llevaba. Cuando despertó en aquella cama de hospital, había pasado cuatro días en coma. Le han quedado dos coágulos que hacen que, cada lunes desde entonces deba ir a drenárselos. Al salir la llevaron a un centro de acogida para mujeres, el cual ahora mismo está cerrado, y la trasladaron a uno mixto, el centro Juan Luis Vives.
«No todos son iguales»
«Al principio me negué porque yo tenia pánico a los hombres», explica. Pero algo cambió. Sentado frente a ella hay un hombre que llora mientras la escucha. Es José. «Este hombre se acercó y empezó a abrir algo cerrado en mi cabeza: que no todos los hombres son iguales», dice María Jesús, sonriendo al fin. Llevan siete meses siendo pareja. Él trabajaba como vigilante de seguridad cuando la pérdida de sus dos hijos y la pérdida de su empleo acabaron por llevarle a vivir en la calle y, en última instancia, a ese centro donde ha conocido a María Jesús. «Es mi pilar, la mano a la que me agarro», asegura ella. «Le han concedido el Ingreso Mínimo Vital, yo tengo mi jubilación y el próximo mes esperamos poder a acceder a un alquiler y dejar atrás Juan Luis Vives», explica él, ilusionado con la idea de dejar atrás todo el dolor de los últimos años.
Romper este círculo al que lleva la situación de sinhogarismo es también a lo que aspira Dubraska, una mujer venezolana que llegó a España hace seis años, cuando a su hija María, que tiene síndrome de Down, le diagnosticaron una gravísima enfermedad de corazón. «En el hospital le negaron la operación que necesitaba, pero un médico me dijo que en Brasil o España podían hacerlo», explica.
Dubraska cuenta con la doble nacionalidad: la venezolana y la española, así que se la jugó y vino a España. Fue en el Ramón y Cajal le dieron la esperanza que necesitaba y consiguió que operasen a la niña. Sin embargo, cuando acabó el periodo de hospitalización se encontraron con muy poco dinero y sin vivienda. Actualmente viven en un residencial de Cáritas Madrid, a la espera de que les den un piso de acogida. Percibe 630 euros. «Tampoco puedo alquilar una habitación porque es complicado hacerlo con la niña, con los cuidados que necesita, sobre todo porque duerme con una máquina para respirar», apunta Dubraska, quien reconoce que se encuentra en un «bucle». «La niña necesita un hogar, pero para poder dárselo tengo que trabajar y, aunque quiera, con sus continuos problemas de salud tiene que estar mucho en el hospital, así que tampoco puedo trabajar», dice. «Estoy sola», sentencia.
Depresión, paro, divorcio
Ahora, caminan hacia la Puerta del Sol junto a María Jesús, José y muchos otros, para hacerse visibles entre todas aquellas personas que normalmente, pasan a su lado sin mirarles. «La gente piensa que estar en la calle es sinónimo de drogadicción o de alcoholismo… pero cualquier persona, de cualquier condición, puede acabar en la calle», asegura María Jesús. Con ellos va también Carlos, quien, de haber sido director de una multinacional, a sus 64 años vive en el albergue de San Juan de Dios. «Para acabar en la calle ocurren tres cosas muy sencillas que están a la orden del día: el paro, el divorcio y la depresión», afirma. Es un hombre culto, y, como él mismo reconoce, los años en la calle le han dado la oportunidad de pensar mucho, y también de observar la naturaleza humana desde muchas perspectivas. «Aquí cerca hay un sitio que se llama comedor Santa María, al que estuve yendo por dos años seguidos», relata. «Hoy no me ha dado tiempo de desayunar, así que he hecho la cola una vez más y he vuelto a ver a quienes las componen». El 95%, asegura, no son personas de este país. «Y de ellos, más del 85% ya no rige mentalmente. No sé si era así antes de llegar a esta situación o fue precisamente eso lo que lo provocó», afirma mientras se le quiebra la voz.
«Un buen día el juez me dijo que tenía que salir de mi casa. Todo el dinero que había ganado lo dejé en la hipoteca de mi casa, que se la quedaron mi mujer y mis hijos», explica. Durante los tres años siguientes se vio viviendo en un Renault Clio. «Esto te da la tremenda ventaja de que puedes pensar en todo», asegura.
«Lo peor que he vivido durante estos años, y cuando esto me pasó tenía 57, es sentirme desamado», dice. «Hace muchos años, cuando era muy joven, tuve una novia que me dijo que ya no me admiraba. Y durante muchos años no entendí lo que me quería decir. Pero ahora sí, porque he entendido que para amar a alguien hay que admirarlo, y eso es algo que nos pasa a los que vivimos en la calle. La sociedad nos ve como a fracasados, porque no tenemos nada de lo que se supone que tendríamos que haber conseguido, así que tampoco pueden amarnos», explica. Pero su caso no es el único. Ejemplo de ello es también el del «niño Popper». «Le llamaban así por el famoso pegamento. Estaba enganchado. Desde muy pequeño vivió los malos tratos en su familia, y eso le destrozó y cayó en la droga», recuerda. «Hace años que no le veo, probablemente haya fallecido», dice. Y lanza al aire una reflexión: «A pesar de las buenas o malas decisiones, ¿soy culpable yo, era culpable él? ¿O somos víctimas a las que la sociedad ha olvidado?».
Quienes no le han olvidado son sus hijos. «Ellos nunca pusieron mala cara a mis circunstancias», asegura con una sonrisa. Hoy, uno de ellos estudia artes escénicas y la otra vive en el extranjero. Él, por su parte, está esperando a poder jubilarse en diciembre, pero no sabe si podrá hacerlo, ya que, mientras una funcionaria le dijo que sí podría, el siguiente hombre que le atendió «ni siquiera se levantó a consultar los papeles, así que me dijo que sería a los 66». Una «falta de diligencia», como apunta Carlos, que le podría costar otros dos años en la calle. «No es que merezcamos más que los demás, pero sí que necesitamos, al menos, algo más de empatía», pide. Una empatía que es el único modo de salir adelante.
Junto a Dubraska, Jose y María Jesús, Carlos baja hacia la manifestación. Dubraska camina por la calle Carretas detrás de su hija, que está jugando feliz. En un momento que la niña se aleja, la llama. «¡María!», pero no responde. «Prefiere que la llame por su segundo nombre», nos dice. «Esperanza».
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