Argentina
El «híper de la droga» vende ahora las mejores hortalizas
La conocida como zona de Las Cañas vuelve a ser lo que era, una sucesión de fecundas huertas que de nuevo están, casi todas, en labor
Entre los días 8 y 9 de abril del año 2008 la acción conjunta, coordinada y bien avenida de la Policía Nacional, la Policía Local, la Fiscalía Antidrogas y el Ayuntamiento de Valencia, acabó con el mayor foco de marginalidad que ha conocido Valencia y las localidades circundantes de Paterna, Mislata, Quart de Poblet, en las últimas décadas.
La operación entendida como tal comenzó el mes de enero de ese mismo año con la llegada a Valencia de varios paquetes postales que fueron «localizados» por la Policía Nacional aunque no «intervenidos» para que, siguiendo el hilo, se pudiera descubrir el ovillo de una organización internacional dedicada a abastecer el «híper de la droga», la mayor zona de tráfico al menudeo de cocaína y heroína no solo de Valencia sino también de las provincias circundantes de las que también acudían compradores.
Los espectros que deambulaban por la huerta de Campanar y que vivían en esa zona asentados en tiendas de campaña, no daban una idea de la organización internacional que había detrás y que tenía lugartenientes principalmente en Ghana, pero también en Ecuador, Brasil, India, Argentina, Nigeria, Alemania o Rumanía.
La sagacidad y constancia del entonces fiscal antidrogas, Luis Sanz, junto a la tenacidad del que en aquel momento ostentaba la jefatura superior de la Policía, Carlos Rubio, y la estrecha colaboración del Ayuntamiento de Valencia, sobre todo en las personas de los ediles Miquel Domínguez, que dispuso a los agentes locales; y Ramón Isidro Sanchís, que consiguió fondos y permisos para cerrar las acequias, verdaderos escondites impenetrables de los camellos, consiguieron dar el golpe de gracia a una organización que pobló el banquillo de la Audiencia con cincuenta imputados.
Los cabecillas permanecen en prisión.
Hoy la huerta de Campanar y las circundantes hacen honor a su nombre, vuelven a ser verdes y fecundas y no el terruño apelmazado por el paso de miles -sí, ha leído bien- miles de toxicómanos que cada día buscaban su dosis.
Las alcachofales tiñen la tierra de verde pálido que se vuelve intenso cuando se trata del perejil que también se cultiva en esta zona en cantidades ya industriales.
Pequeñas huertas de los propietarios de toda la vida, como Vicenta y Valero, también plantan cara al sol en un entorno tranquilo poblado también de deportistas que pasean en bici o corren unos kilómetros por la huerta. Nada que ver con los espectros de hace solo cinco años.
El fiscal antidroga de entonces, hoy en menesteres en el Tribunal Superior de Justicia, recuerda con cariño y orgullo la operación, en la que estuvo presente, emboscado tras un chaleco de la Policía Nacional para pasar desapercibido: «hasta un agente me preguntó qué hacer con un detenido, pensando que era una inspector del Cuerpo». Agentes que estuvieron con él recuerdan que «estaba entusiasmado».
Sanz comenta que la instrucción del caso fue larga y compleja, y también el proceso en la Audiencia. «Hubo que buscar incluso un traductor de 'libo', un dialecto hablado en Ghana, varios para ser exactos, porque hasta los traductores eran presionados por los cabecillas que les recordaban que sus familiares seguían en Ghana».
El intendente general de la Policía Local, José Serrano, también recuerda aquellos días: «Si no se llega a tapar la acequia de Mestalla y el ramal de Petra, no hubiera servido de nada la intervención. Contamos con la colaboración del Ciclo Integral del Agua que presidía Ramón Isidro. Se utilizó la tierra que se estaba sacando de la construcción del Parque Central. Solo hubo que trasladarla en camiones y enterrar Mestalla. Si no lográbamos eso, la operación no servía de nada».
Junto al intendente visitamos a Vicenta y José Valero, un matrimonio anciano que vivió durante los catorce años que duró el híper en el ojo del huracán del mismísimo infierno. «Los drogadictos se sentaban en nuestra terraza a pincharse, utilizaban nuestra mesas, nuestras sillas y nuestros ceniceros». Nunca les robaron ni agredieron: «lo hacían todo fuera de aquí», pero convirtieron su tranquila vida de huertanos en un sinvivir.
Ahora vuelven a estar tranquilos y en su mirada noble reluce el agradecimiento a la Policía por aquella operación, mientras nos ofrecen habas de su huerta próspera. Muy buenas, por cierto.