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Toros

Sevilla

«Hollywood vino a ver al hombre ante la muerte»

Eduardo Torres-Dulce, en «Los toros y yo» de LA RAZÓN

Eduardo Torres-Dulce, ex fiscal general del Estado, disertará sobre el cine y los toros. larazon

Eduardo Torres-Dulce, en «Los toros y yo» de LA RAZÓN

Eduardo Torres-Dulce, anterior fiscal general del Estado, protagoniza esta tarde un nuevo encuentro del ciclo «Los Toros y yo», que LA RAZÓN organiza bajo el patrocinio de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. Además de su carrera en la judicatura y como profesor universitario, el cine ocupa gran parte de su dedicación, ya que desde hace décadas es uno de los principales críticos de nuestro país; labor que desempeña en la actualidad en el programa radiofónico «Cowboys de medianoche», a las órdenes de Luis Herrero en Esradio.

Ambos, el cine y la tauromaquia, han compartido puentes desde finales del siglo XIX, cuando comenzaron a rodarse las primeras películas tanto en el plano documental como en la ficción. Era casi inevitable que la cámara pusiera su objetivo sobre un espectáculo único y auténtico en el que un hombre se enfrenta a un animal ante los ojos de miles de espectadores. En las sociedades industrializadas donde el cine daba sus primeros balbuceos como hijo predilecto del proceso histórico, todo lo que sonara a popular se convertía en un argumento prioritario para filmar. Desde la salida de unos obreros de una fábrica o la celebración de un concierto en una ciudad, había que rodar la vida para luego verla, alucinados en los primeros e improvisados cines. Sin embargo, pese al auge de las corridas en la España de aquellos tiempos, «a nivel documental no se aprovechó todo lo que se debería», asegura Torres-Dulce, quien entiende que a lo largo de las décadas, las películas fueron una «ventana en el mundo» para el toreo, pese a que se han perdido importantes festejos de principios del siglo XX que pudieron ser filmados.

Uno de los principales argumentos de este idilio se apoya en el carácter épico de la propia corrida, que entronca directamente con los mitos clásicos, hasta llegar a nuestros días como uno de los últimos coletazos del folclore español del siglo XIX. Además, «el toreo ha provocado muchas anécdotas, historias, está cargado de literatura», lo que lo convirtió en un objeto muy atractivo para los directores. Desde la rivalidad de los toreos hasta la muerte en la propia plaza del animal o el matador, el discurso de lo que se entiende por taurino permite a los realizadores rodar dentro de un amplio espectro narrativo. El problema era cómo hacerlo con algo en lo que no cabe la trampa, algo tan habitual e inherente cuando se rueda, porque en una corrida no se puede parar, sólo el matador controla los tiempos si la res le deja, y tampoco hay posibilidad de repetir. El reto es grande dejando de lado la dificultad de hacer creíble una corrida en una película, pues «se finge muy mal en el toreo, pasa algo parecido con el boxeo y el fútbol», explica. De ahí la presencia de matadores profesionales en el elenco de las películas que trataron de hacer más creíble la ficción de la trama con imágenes protagonizadas por ellos mismos en corridas reales.

Torres-Dulce recuerda la frase de Walter Benjamin: «Al cine vamos a la suspensión de la realidad» y reflexiona sobre el ritual de la corrida, que arranca mucho antes de que la plaza se llene. Desde la compra de la entrada, la llegada de los toros, la preparación de los tendidos, el ir al coso; todo se enmarca en una liturgia muy jugosa donde al final, literariamente hablando, «podrá aparecer el drama, el melodrama o la tragedia» según se dé la tarde. Eso lo sabe el público que, al contrario que en el cine, participa de la propia corrida, es parte del espectáculo e incluso interviene en la decisión de otorgar o no los trofeos. No sucede eso en el interior de la pantalla, donde lo más que se puede hacer es aplaudir a un inexistente director o actor, que nunca escuchará las palmas, ya que una película es un producto acabado antes de su exhibición, al contrario que el toreo, donde manda la incertidumbre.

Como expresión de lo hispano, el cine desde muy pronto se interesó por las corridas de manera desigual y no siempre con el mismo éxito. «No ha habido la misma suerte en todas las películas aunque sí en la literatura, donde en general el acercamiento ha sido correcto. No hay que acordarse sólo de ‘Fiesta’, también Hemingway escribió ‘Un verano peligroso’» para contar la rivalidad entre Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez durante la temporada 1959-1960. Es de nuevo la fascinación por el héroe trágico, el vestido de torear, el morbo de la figura del matador. «Hay una carga sensual y sexual de la corrida» que se supo ver por los cineastas desde el comienzo y que comparte protagonismo con las grandes rivalidades desde hace cien años: Belmonte y Joselito, Manolete y Carlos Arruza..., y así hasta la actualidad, donde la afición tiene ya a sus propios dioses. Recuerda Torres-Dulce la figura de José Tomás, sobre el que no entiende cómo no han hecho todavía un buen documental. «Si yo fuera un productor o un director y Tomás quisiera, haría una película».

Ese universo que hoy la sociedad española pone en cuestión animó a muchas de las grandes estrellas norteamericanas a acercarse a nuestro país para conocer de cerca a los maestros del momento. «Todo invitaba a acercarse a una fiesta que era importantísima en España en los años 40, 50 y 60, hasta el punto de que se creaban debates nacionales por tal o cual corrida». Una situación aislada y atávica que enamoró a actores, productores o directores, que se hicieron habituales en los tendidos de las plazas. «Venían a ver la tragedia, algo único que no se podía ver en otro lado del mundo, lo insólito, al hombre enfrentado a la muerte».