Sevilla

Hasta el AVE tiene sus males

El tráfico colapsado en la Gran Vía y los carriles de peatones vacíos
El tráfico colapsado en la Gran Vía y los carriles de peatones vacíoslarazon

Les contaba en mi último artículo una historia del AVE. Casualmente, remato este domingo con una nueva del tren de alta velocidad como si este transporte fuese también un género literario. Escribía el miércoles cómodamente sentado en el vagón I –que en horario de media mañana va tranquilo, con lo que te instalas como en un saloncito de casa– después de casi dos días muy bien aprovechados en Madrid. Por cierto, estuve en uno de los nuevos restaurantes de moda, ubicado en Castellana, esquina a Hermanos Bécquer: gran local, un servicio joven, profesionales y encantadores. Lo regenta Dani García. La comida, correcta. Éramos cuatro comensales, pedimos para compartir dos raciones de ensaladillas estupendas, pero un escalón abajo de la que te ofrece Manolo Vázquez, Bajo de Guía, La Moneda o la mayoría de las barras sevillanas. De segundo nos sugirieron un plato del día: pochas con cocochas –dos por plato–, tres caímos en la tentación. El cuarto, unas alcachofas revueltas. Un postre de helado exquisito y con mucho espectáculo en su preparación. Una botella de tinto normal y otra de agua. El estoconazo de la factura fue como los que dicen que ejecutaba el mítico Rafael Ortega. Claro que por un gin tonic en otro local de moda en plena Puerta de Alcalá cobran 18 euros. Posiblemente, el más caro que puedas tomar en Sevilla sea en la terraza Ena del Hotel Alfonso XIII, y son 9 euros, con unos magníficos aperitivos. Sin duda, el llevar más de un año donde mis idas a Madrid son escasas me ha vuelto un tanto provinciano. Por cierto, clama al cielo la zona peatonal que la alcaldesa Carmena y sus trepidantes concejalas y concejales han instalado en la Gran Vía madrileña. Como conocen los carriles bus, uno en cada sentido, se han dedicado a zona peatonal, que son asfalto puro y duro, con una línea separadora de cemento y vallas metálicas que dejan esta avenida, sin duda la más famosa de la capital, hecha un horror que remata un evidente abandono en limpieza más un embotellamiento continuo de coches y autobuses. Fui paseando desde el comienzo de la citada calle hasta la Plaza de Callao, más de la mitad de la misma. Vi que todo el mundo caminaba por las amplias aceras, que ya había ensanchado y mejorado Gallardón en sus años de alcalde. Eran sobre las dos de la tarde, por curiosidad conté las personas que transitaban en tan largo recorrido por el que supongo provisional y nuevo camino peatonal. Exactamente 27. Esto iba de AVE. El jueves después de mi largo paseo y de compartir un agradable almuerzo en un nuevo restaurante francés muy agradable, vuelta a la estación de Atocha, que estaba llenísima, con grandes colas para los controles de seguridad. Desde que se reinaguró para dar paso a la nueva era del AVE, son muchos los destinos que se han añadido. Posiblemente, se está quedando pequeña. En el control empezaron, quizás por primera vez, mis problemas. En esa marea humana que pasaba por seguridad, llena de maletas, teniéndote que quitar abrigos, incluso chaquetas, en uno de los aparatos que comprueban lo que contienen los distintos bultos dejados en la cinta, una joven empleada realizaba este importante trabajo entre risas mientras tres agentes de seguridad masculinos hablaban y reían con la joven, sin inmutarse por el follón a su alrededor. Me dirigí al mostrador de atención al cliente, la señorita que me atendió, con cara poco agradable, me aseguró que el personal de seguridad sabía muy bien sus obligaciones. Como estaba contento, me fui sin contestarle, marché a la sala VIP, que parecía la final del Teatro Falla. No cabía un alfiler. Salía camino de Sevilla a las 17:00. El tiempo pasaba sin llamada para el embarque. La empleada del mostrador me dijo que no tenía orden de comunicar nada y con esa actitud, que eran la que le ordenaban, se mantuvo hasta las 17:35 horas en que se ordenó el embarque. A medio camino, se paró el tren, se quedó por unos minutos a oscuras. A una de las azafatas, en plan de broma, le dije que no se olvidaran de avisar al tren de las 8 a ver si nos podía empujar hasta la estación más cercana. Por fin, el AVE volvió al buen camino y con más de una hora de retraso llegamos a Santa Justa. Lo dicho, hasta el AVE sufre achaques.