Literatura
100 años sin Galdós: Un autor moderno para entender España
Murió un 4 de enero de 1920. Y dejó como legado una obra de referencia constantemente reimpresa. La historia de nuestra novela no se comprendería sin las que dejó escritas, sin sus personajes. Liberal, clásico, irónico y de plena vigencia en su imperecedera escritura, este año seremos más galdosianos que nunca
El 4 de enero de 1920 moría en Madrid Benito Pérez Galdós; había nacido en Las Palmas de Gran Canaria en 1843 y representado, durante décadas, la mejor narrativa histórica, el penetrante retrato moral, el realismo de decantación naturalista, y la tolerancia de inspiración cervantina. Al año siguiente también moriría Emilia Pardo Bazán; con ámbos desaparecía la presencia –que no la influencia– de una generación de escritores españoles inserta en la gran novelística decimonónica europea. La vigencia literaria de Galdós cabría inscribirla en un debate sociocultural mucho más amplio: el de la lectura actual de los clásicos, seriamente obstaculizada por un rápido ocio consumista, el abuso de pantallas internáuticas y la concisa banalidad de los mensajes intelectuales. A pesar de lo cual, la obra galdosiana es constantemente reimpresa en acertadas ediciones críticas, analizada con precisión por la crítica especializada y leída fervorosamente en los estudiantiles ámbitos académicos.
El motivo de esto se encuentra en la complicidad que establece el novelista con un lector identificado con los referentes propios de su entorno, la entraña de unos inolvidables personajes y la intensidad de unas emotivas situaciones. Precisamente por esa fecunda pervivencia, su figura literaria no está exenta de recientes filias y fobias de variada significación. Sabido es el rechazo que ostentaba Francisco Umbral, heredero del imaginario de Gómez de la Serna y furibundo antirrealista, hacia la obra de Galdós, quizá más como un recurso de afirmación propia que como un violento repudio personal; e igualmente Javier Marías, en la línea de su conceptualismo anglófilo, ha mostrado serias reservas hacia lo que juzga como exponente de un anecdótico costumbrismo.
De Chirbes a Isaac Rosa
Pero, paralelamente a estas objeciones, se ha generado en los últimos años una narrativa corriente de rebrote realista, que tiene como referente incontestable al autor de los «Episodios nacionales»; ha encabezado esta pulsión de contemporánea crónica testimonial Rafael Chirbes, y le siguen Belén Gopegui, Ignacio Martínez de Pisón, Isaac Rosa, Almudena Grandes o, en otro estilo pero con igual fascinación galdosiana, Arturo Pérez Reverte. La modernidad de Galdós no radica solamente en el perfecto dominio de los recursos realistas, sino también, contrariamente incluso a esa significación, en el uso de eficaces elementos simbólicos. Es el caso, por ejemplo, en «Fortunata y Jacinta», del episodio en que el veleidoso galán Juanito Santa Cruz encuentra a aquella sorbiendo un huevo crudo, en libidinosa alegoría de la pasión amorosa; o, en «Tristana», cuando esta joven huérfana pretende huir del interesado amparo que le brinda el hidalgo don Lope y, aquejada de una enfermedad, se le amputa una pierna, símbolo de la cercenada libertad que pretendía obtener.
El estilo naturalista atribuye a muchos de sus señeros personajes alteraciones patológicas, y así Galdós, en innovador tratamiento de la perturbación mental, construye una protagonista delirante como Isidora Rufete, de «La desheredada», quien a causa de un malentendido se atribuye una falsa condición aristocrática que la conducirá al desastre personal; todo un minucioso estudio psicológico de la locura. En el mejor realismo clásico, desde «El Lazarillo de Tormes» pasando por «El Quijote» y llegando hasta Miguel Delibes, inolvidables seres de ficción permanecen en el imaginario lector con la imborrable huella de su verosimilitud y humanidad. Así aquí la despótica cacique doña Perfecta, o su víctima, el ingeniero progresista Pepe Rey; y la bondadosa Benina de «Misericordia», el intrépido Gabriel de Araceli de los «Episodios nacionales», la ambiciosa y calculadora Rosalía Pipaón de «Tormento», o el despiadado usurero Torquemada. Sin olvidar a Ramón Villaamil, el triste cesante de «Miau»; el quijotesco y desprendido Máximo, de «El amigo Manso»; Lázaro, el joven romántico e idealista de «La Fontana de Oro»; la joven huérfana y poco agraciada Nela, en «Marianela», quien teme que al recobrar la vista el muchacho ciego al que hace de lazarillo ya no la quiera; o, entre tantos emblemáticos personajes, la cautivadora Victoria de «La loca de la casa».
En sus «Memorias de un desmemoriado» juega con la metaficción que da vida y cuerpo «real» a esos seres: «Expirando el verano, volví a Madrid, y apenas llegué a mi casa, recibí la grata visita de mi amigo el insigne varón don José Ido del Sagrario, el cual me dió noticia de Juanito Santa Cruz y su esposa Jacinta, de doña Lupe la de los Pavos, de Barbarita, de Mauricia la dura, la linda Fortunata, y, por último, del famoso Estupiñá. / Todas estas figuras pertenecientes al mundo imaginario, y abandonadas por mí en las correrías veraniegas, se adueñaron nuevamente de mi voluntad».
Caridad cristiana
Nos fascina también la obra galdosiana por el equilibrio de sus matices ideológicos y la ponderada exposición de los conflictos humanos. Él, que era en el contexto de época y como liberal próximo al republicanismo socialista, un declarado anticlerical (basta recordar el polémico estreno de su drama «Electra»), supo reflejar como nadie el primitivo espíritu evangélico plasmado en Nazario Zaharín, el visionario sacerdote que protagoniza «Nazarín», la conmovedora novela que aúna el misticismo pacifista con la caridad cristiana, de avanzada modernidad y tolstoiana ascendencia. Desde el punto de vista de la innovación formal destacan técnicas como el monólogo interior, que desarrolla ampliamente en «La desheredada»; o la inmersión en el universo onírico, presente en los veintitantos sueños que aparecen en «Fortunata y Jacinta». Y el dominio de la ironía, la intencionada expresión contraria a lo que se desea criticar, lo que el propio Galdós señalaba como «la viceversa de las cosas».
En la novela «Amadeo I», perteneciente a la quinta serie de los «Episodios nacionales», se pueden leer estas socarronas palabras sobre la denostable Inquisición: «Sí, la llamo dulce, porque sus efectos nos llevarán a un dulcísimo estado de beatitud, porque los rigores que a veces empleara contra la herejía son cosa blanda en parangón de la paz y dulcedumbre que ha de dar a la nación, porque si emplea el fuego para ahuyentar a los demonios, nos trae frescura y aire delicioso con el batir de alas del sinnúmero de ángeles que el Cielo nos enviará para consuelo y alegría de las almas españolas». Este extenso ciclo novelesco devuelve a nuestro presente la actualidad de un siglo de historia, precisando desde estrategias militares a conciliábulos políticos, en un decimonónico friso de lograda ficción testimonial.
De «Malidito» a «Tu ojirris»: así firmaba sus cartas
La condición de grafómano impenitente de Galdós se ha visto reafirmada en los últimos años con la paulatina publicación de su abundante correspondencia. De entre este ingente conjunto sobresale, en curioso anecdotario personal, las cartas dirigidas a sus numerosas amantes y los sorprendentes, a fuer de cariñosos, apelativos con que las firmaba. Así, se despide de la actriz Concepción Catalá signando como «Gato» o «Malidito»; con Concha Morell, también actriz, diversifica la rúbrica como «Tu ojirris», Pedro Minio o un enigmático y cómplice «Botijo azul».
A la que fuera madre de su única hija, Lorenza Cobián, le da el adiós con una escueta «B.»; con Teodosia Gandarias, acaso su último amor, usa un menos lacónico «Tu amantísimo B.»; y con la escritora Pardo Bazán, con quien polemizara –sentimentalidades aparte– largamente a cuenta del determinismo naturalista, utiliza el entrañable «Minquiño». Más allá de banales intimidades, esta faceta desdice la severa adustez que una cierta solemne mitificación del novelista ha propiciado. La deliciosa espontaneidad de esta escritura avala las palabras con las que «Clarín» caracterizaba su estilo: «Cuando Galdós escribe mejor es cuando no piensa siquiera en que está escribiendo».
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