La columna de Carla de la Lá
Pesadilla bajo el sol de la Toscana
Imaginen una furgoneta hasta arriba de niños asustados atravesando a máxima velocidad la península itálica. Imaginen a un abogado español conduciendo confuso en las peligrosas carreteras del país de la Cosa Nostra mientras su bellísima esposa le ruega que se detenga e implora en varios idiomas a un tercero por el móvil, que cada cinco minutos sin cobertura, se corta. Imaginen una huida salvaje, irremediable y desesperada de una familia del Barrio de Salamanca a través de los Apeninos. Todo lo que imaginen distará kilómetros de lo que me tocó vivir el pasado mes de agosto, de vacaciones.
Mi madre siempre lo dice, si quiere usted descansar en verano, permanezca en casa, que las vacaciones son para inmaduros, que ingenuamente idealizan una estancia en la playa o en Tailandia como si en ese escenario fuese a suceder ese algo maravilloso que les falta y que por supuesto nunca sucede.
Sin embargo, a la espera de la evacuación, también conocida como escolarización, año tras año me veo obligada a organizar extraordinarios movimientos migratorios (llamados vacaciones familiares) acompañada de mi marido y mis cuatro hijos e incluso de mi perro.
Este año, el destino fue Italia, lo elegimos, seguros de que a nuestros pubertos hijos les seduciría con su coliseo, con sus duomos, con sus dramáticas ruinas y con su resultona y efectista gastronomía.
Con estas premisas diseñamos una divertida y sencilla ruta en la cual viajaríamos en avión a Roma para unos días y alquilaríamos un coche grande para viajar a la Toscana y llevar a los chicos a conocer Pisa, Florencia, Sienta... etc.
Los días previos a nuestro viaje me sentía inquieta, pensaba que arrastrar a nuestros hijos a través de la arqueología romana en pleno agosto iba a resultar un drama carísimo de quejas, insatisfacciones y desacuerdos.
Lo que no imaginaba es que las tensiones provendrían no de mis hijos, sino de la intensísima Italia, que sigue ahí deslumbrante, después de arrancarme 10 o 15 años de vida. Que lo sepan, Italia nunca decepciona.
Miguel Ángel Buonarroti, se lo preguntaba al mismísimo creador: “Dime, oh Dios, si mis ojos, realmente, la fiel verdad de la belleza miran; o si es que la belleza está en mi mente y mis ojos la ven doquier que giran”... Pero déjenme que les cuente, queridos, en qué consiste exactamente mi pesadilla en medio de tanta perfección.
Verán, meses antes habíamos alquilado y pagado el alojamiento: casa en Roma y una villa en la Toscana, con su mobiliario rústico de película de sobremesa con americanos bebiendo Chianti en las vacaciones de sus sueños. ¡Una maravilla!.
Llegamos entusiasmados, cenamos en el jardín y, antes de dormir, nos damos un baño en la piscina flanqueada por cipreses y olmos. A la mañana siguiente: ¡Maldición! nos despertamos con cientos, miles de dolorosísimas picaduras. Horrorizada, porque soy muy alérgica, salgo en busca del dueño de la finca, que vive con su mujer y su hijo en una casa contigua.
Simone, que así se llama, es un hombre gordísimo y desconcertantemente dulce (que se refiere a su hijo adulto de 2 metros por 2 como “mi bebé”). Con esa turbadora ternura me dice que nos echemos spray anti mosquitos y me voy a buscar una farmacia de guardia (es domingo) por todo Siena para comprarlo y de paso antiestamínicos o me da un derrame cerebral.
Me siento muy incómoda (y desfigurada) por las picaduras, pero sobre todo me parece una psicopatada que ninguno de los 3 (papá, mamá y bebé) nos avisaran del terrible ataque que íbamos a sufrir por parte de los mosquitos.
Comprendo que en la página web donde alquilan su bonita casa no alerten: “Os destrozarán los insectos”, pero qué menos, me decía rabiosa, que avisarnos al llegar para que nos protegiéramos y protegiésemos a nuestros hijos.
Ocho días visitando la Toscana picoteados en los que continúan picándonos y aumenta mi desprecio por Simone al comprobar que ellos no ponen un pie en el jardín sin rociarse (hasta dentro de los ojos) un spray anti mosquitos.
“Pero a nosotros no nos quisieron decir nada, dejaron que nos masacraran callados como p***s.” En fin, ya saben amigos como va esto de la ira y de la rabia rumiativa...El día del regreso, nos despertamos al amanecer, recogemos todo y nos montamos en el coche para viajar a Roma y tomar el avión de vuelta a casa.
Como seguía enfadada, no me parece pertinente despertar a la indolente familia tan temprano para abrazarnos a ella y agradecerles sus atenciones. Ponemos rumbo al aeropuerto alegremente, pero a la hora de trayecto suena mi teléfono: Es él, Simone, que no sabe hablar ni en español y ni en inglés, pero me explica, como puede, que debemos dar la vuelta para pagarle en efectivo unas tasas de turismo (de las que no tenemos noticia).
Yo, condescendiente, le explico en todos los idiomas romance e incluso en el internacional y fácilmente cognoscible lenguaje del simio, que no podemos dar la vuelta porque perderíamos los 6 billetes de avión; que me envíe un número de cuenta y le hago una transferencia inmediata.
La mamma, arranca el teléfono a Simone y se lo pasa a su hijo Gabrielle, que maneja algo de inglés, y Simone vuelve a coger el teléfono para rugir que no, que demos la vuelta y paguemos en cash.
Se hace un silencio y comenzamos a hablar por WhatsApp, yo manejando el traductor de Google como si me persiguiera cara cortada con una radial y Felipe al volante que no volvemos y punto.
Simone me avisa que ha dado parte a la policía; que no vamos a tomar el avión de ninguna manera y que en pocos minutos vamos a ser detenidos por los carabinieri y puestos a disposición de un tribunal nosequé.
Siento que me estallan las meninges. Miro a Felipe, que acelera aterrorizado. En mi paranoica y portentosa mente creativa he convencido a mi marido de que una especie de unidad de los Geos mezclada con la DEA, la mafia y el FBI nos está esperando en el control del aeropuerto. Somos Chacal.
Las pequeñas Inés y Blanca sollozan imaginándose en las dependencias de algún servicio social italiano para menores. Me imagino esposada en la cuneta con un labio partido.
Las siguientes horas con sus minutos y segundos, hasta llegar al aeropuerto y montar en el avión son un verdadero calvario para todos, como podrán imaginar, amigos míos.
Aún cuando subimos las escalerillas del avión, echo un vistazo a la cabina del piloto donde este se vuelve para saludarnos y es Gabrielle, el bebé, con uniforme de comandante y chupete.
Ya sentados, con el cinturón ajustado y la bandeja subida, siento que la horrible y desaprensiva mamma aparece disfrazada de azafata. Llegamos a casa, en Madrid y temo que nos abra la puerta el malvado y meloso Simone, de conserje.
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