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La mujer que le leyó el alma a Jacqueline Kennedy
La brutal e inesperada muerte del presidente JFK sumió a Jacqueline en una profunda crisis de fe. En busca de oraciones y consuelo visitó a la Madre Esperanza, en Collevalenza (Italia). Pero su dolor no cesó hasta el instante de su muerte
La brutal e inesperada muerte del presidente JFK sumió a Jacqueline en una profunda crisis de fe. En busca de oraciones y consuelo visitó a la Madre Esperanza, en Collevalenza (Italia). Pero su dolor no cesó hasta el instante de su muerte
La portentosa vida de la murciana Madre Esperanza (1893-1983), beatificada por el Papa Francisco en 2014, provocará a buen seguro en los lectores un seísmo interior de ocho puntos en la escala de Richter.
Hoy sale a la venta en toda España el libro «Madre Esperanza. Los milagros desconocidos del alma gemela del Padre Pío», cuya protagonista es una monja, fundadora de las congregaciones de las Esclavas y de los Hijos del Amor Misericordioso, que tuvo los estigmas del Señor en manos, pies y costado durante más de medio siglo, multiplicaba los alimentos, «viajaba» por el mundo con su don de la bilocación (la posibilidad de estar en dos lugares distintos al mismo tiempo), curaba milagrosamente a los enfermos... y hasta leía el alma de la gente.
Personas de todo tipo y condición visitaban a esta religiosa en busca de oraciones y de consuelo. Algunas de ellas habían protagonizado ya incluso portadas de periódicos y revistas del mundo entero, telediarios, documentales, espacios radiofónicos, libros y suplementos especiales... Jacqueline Kennedy, la joven viuda del ex presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy, llegó al Santuario del Amor Misericordioso, fundado por la Madre Esperanza en Collevalenza (Italia), el 15 de noviembre de 1967.
Una mujer desolada
La más joven «first lady» en la historia de su país tenía entonces treinta y ocho años y casi toda una vida por delante, tras el terrible atentado que costó la vida a su marido cuatro años antes, pero su alma se debatía entre fuertes convulsiones. Le acompañaba aquel día el embajador español ante la Santa Sede, Antonio Garrigues y Díaz-Cañabate, a quien las malas o tal vez indiscretas lenguas atribuían entonces un romance inconfesable con la bella y elegante dama norteamericana.
«La Jacqueline viuda de Kennedy –recordaba el diplomático en su autobiografía– era una mujer profundamente desorientada y terriblemente sola, no ya como viuda, sino como mujer, a quien ya la pérdida de su tercer hijo había quebrantado mucho. Después, el asesinato de Bob Kennedy agravó hasta el límite máximo esa desolación. Esto es lo que hay que comprender cuando se la juzga, cuando se la enjuicia peyorativamente».
Garrigues conocía algunas interioridades de Jacqueline, aunque no todas, como la Madre Esperanza, que leyó su alma nada más verla. La relación de Antonio Garrigues con los Kennedy se remontaba nada menos que a la Guerra Civil española, cuando él y su esposa, la norteamericana Helen Anne Walker, hija del ingeniero jefe de la multinacional ITT Corporation (propietaria entonces de Telefónica), acogieron al hermano mayor de JFK, Joseph Patrick, Joe, Kennedy, en su casa situada en el número 55 de la calle Castelló de Madrid. Garrigues y el primogénito del clan Kennedy estuvieron a punto de perder la vida uno de aquellos días a manos de un grupo de milicianos, pero eso ya es otra historia... El embajador español ante la Santa Sede entre 1964 y 1972 había cenado con JFK en la Casa Blanca y celebrado la última entrevista con él tan sólo dos días antes de su asesinato a manos de Lee Harvey Oswald. Y ahora acompañaba a Jacqueline en el Santuario del Amor Misericordioso.
«En su estado de desesperación –señalaba Garrigues, en alusión a la viuda de JFK– hizo una ‘‘fuga hacia adelante’’. No tenía temperamento para ser una heroica Judit, consagrando su viudez a encarnar la imagen y el espíritu de un pueblo, de un país, como un arquetipo, como una estatua. No quiso, o no pudo, ser el símbolo de la mujer norteamericana, intachable, invulnerable, que es lo que los demás esperaban de ella. Quiso ser un ser humano, con sus limitaciones y debilidades y también, naturalmente, con su humanidad y, en cierto modo, con su humildad».
Jacqueline sobrevivía en un estado de permanente zozobra, marchitada por el sufrimiento tan inexplicable desde el punto de vista humano. Tras un aborto natural en 1955, volvió a quedarse embarazada un año después. Aquella niña iba a llamarse Arabella Kennedy, pero nadie pudo evitar que naciese muerta sin que su padre lo supiese hasta tres días después, por hallarse a bordo de un crucero. Por si fuera poco, la tragedia que algunos calificaron de «maldición» volvió a cebarse con ella el 9 de agosto de 1963, meses antes del asesinato de su esposo, perpetrado el 22 de noviembre. En esta ocasión se trató del tercer hijo, sobre quien su propio padre ya había advertido a su suegra, Janet Auchincloss: «Nada debe pasarle a Patrick, porque no puedo ni pensar en el efecto que tendría en Jackie...».
Pero no había cura para Patrick en el hospital infantil de Boston. El síndrome de distrés respiratorio que padecía el pequeño era mortal de necesidad. Y así fue: falleció tan sólo cuarenta y ocho horas después de nacer. Al cabo de un rato, Jacqueline le confesó a su marido que lo único que no hubiese soportado habría sido perderle a él. «Lo sé... lo sé», respondió el presidente, sollozando. Y la muerte, como tantas otras veces en la trágica historia de los Kennedy, volvió a golpearla donde más le dolía. A esas alturas, el amigo de Antonio Garrigues, Joseph Patrick Kennedy, había fallecido también con 29 años a bordo de un avión sobre el Canal de la Mancha en 1944, cuando pilotaba un cazabombardero en misión secreta durante la Segunda Guerra Mundial. Cuatro años después moriría Kathleen Kennedy en otro accidente aéreo en Francia, con veintiocho años; la desgraciada mujer había perdido ya a su marido, William Cavendish, de veintisiete, abatido por un francotirador en Bélgica, en 1944, mientras servía a su país como militar.
No era extraño así que Jacqueline Kennedy buscase a Dios acechada por el sufrimiento. Su contacto epistolar con el sacerdote irlandés Joseph Leonard durante 14 años consecutivos, desde su época de soltera hasta su primera etapa como viuda de JFK, constituyen una prueba fehaciente de ello.
Jacqueline había conocido al sacerdote católico en 1950, durante una visita a Irlanda con su hermano, y se carteó con él desde entonces hasta el fallecimiento del padre Leonard, en 1964. Él regía en aquel momento la capilla del colegio All Hallows, en el barrio dublinés de Drumcondra. Ella tenía 21años cuando le conoció allí, y él, 73, pues había nacido en la ciudad irlandesa de Sligo, en 1877. El padre Leonard pertenecía a la Congregación de la Misión, también llamada de Misioneros Paúles, Lazaristas o Vicentinos, fundada por el sacerdote francés San Vicente de Paúl, en 1625.
Se daba la circunstancia, además, de que la madre de la futura primera dama de Estados Unidos, Janet Norton Lee, era de ascendencia irlandesa, pues su abuelo había nacido en Cork, capital del condado homónimo en la provincia de Munster. Su hija Jacqueline y JFK eran católicos. Se desposaron el 12 de septiembre de 1953 en la iglesia St. Mary, en Newport, Rhone Island, en una misa celebrada por el arzobispo de Boston, Richard Cushing.
Años de expiación
Años después, la brutal e inesperada muerte del marido sumió a Jacqueline en una profunda crisis de fe, reflejada en algunas de las 130 cuartillas manuscritas repartidas en una treintena de cartas remitidas por ella al padre Leonard: «Estoy tan resentida con Dios... –escribió la viuda de JFK al sacerdote, por última vez–. Tendrá que darme varias explicaciones si alguna vez me lo encuentro... El dolor por esta muerte es cada día más cruel conmigo; preferiría haber perdido mi vida antes que perder a Jack». Y a Collevalenza viajó ella para encontrarse con Dios. El Superior del Santuario, el padre Gino Capponi, comentó más tarde que la presencia de Jacqueline Kennedy «no tenía nada de extraño», pues había ido allí «a pedir consuelo y ayuda para sí y para sus hijos al Amor Misericordioso». La Madre Esperanza rezó por ella, distinguiendo en su alma las inconfundibles heridas del sufrimiento tras años de intensa expiación. Un dolor que no cesó hasta su muerte, carcomida por un linfoma en su apartamento de la Quinta Avenida de Nueva York, el 19 de mayo de 1994, a la edad de 64 años.
UN NUEVO LOURDES
Alma gemela del Padre Pío, con quien mantuvo estrecho contacto durante buena parte de su vida, la Madre Esperanza fundó el Santuario de Collevalenza, en Italia, donde millones de personas de todo el mundo peregrinan cada año para sumergirse en sus piscinas de agua bendecida, como si de un nuevo Lourdes se tratase.
El libro ofrece en primicia los misterios de la relación cómplice de esta sorprendente mística del siglo XX con San Juan Pablo II, el Padre Pío y San Josemaría Escrivá de Balaguer, gracias al arsenal de documentos inéditos que aporta, así como a las entrevistas a testigos aún vivos de sus milagros.
Por no hablar de la hasta ahora desconocida intervención de la Madre Esperanza para salvar la vida de Juan Pablo II tras el atentado a manos del turco Ali Agca, el 13 de mayo de 1981, en la Plaza de San Pedro... Un libro, en definitiva, donde emerge con todo su esplendor la figura de esta gran mística de nuestro tiempo que a nadie dejará indiferente por sus increíbles revelaciones.
«Madre esperanza»
José María Zavala @JMZavalaOficial
FRESHBOOK
368 págs
19,90 euros
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