Londres
Por la senda de Jack
Olvidémonos del budismo y los paraísos orientales. El caso de este tal «Huang» vizcaíno es el de un Jack el Destripador, la cumbre de la misoginia: considerar a la mujer un ser inferior
Son legión los asesinos en serie de la Historia, todos ellos egregios, estadistas o iluminados, desde el remoto Vlad Tepes Dracul, Señor de Valaquia (en la Dacia) que cenaba rodeado de cientos de turcos empalados deleitándose con sus agonías (Bram Stocker se inspiró en su «Drácula» y en leyendas vampíricas centroeuropeas preexistentes), hasta los más próximos Adolfo Hitler, Josef Stalin, el comunista camboyano Pol Pot o el yidhaísta Bin Laden. Es fábula verosímil la de «El Viejo de la Montaña» quien desde su fortaleza al norte de la Mesopotamia enviaba sus huestes de jóvenes «hassasin» a saquear caravanas matando a los camelleros y sus familias.
Pero el concepto de asesino en serie es periodístico y alimento del morbo de las masas, y nació en Londres entre julio y noviembre de 1888 con el descuartizamiento de cinco prostitutas en el East End, en el barrio portuario de Whitechapel, con noches envueltas en la niebla del Támesis («Puré de guisantes») y pobladas de marineros ebrios en procura de meretrices baratas. El aún desconocido desmembrador de mujeres fue un exhibicionista que escribía jactancioso a Scotland Yard firmando como Jack el Destripador y llegó a remitir medio riñón confesando que el resto estaba sabroso. Durante aquel «Otoño del Terror» se dieron tumultos en el East End, la reina Victoria intervino personalmente ante la Policía y los periódicos, como medio caliente, excitaron la imaginación popular.
Obraba con gran precisión técnica y extraía con delicadeza el timo, colocándolo en la frente de sus víctimas cuando la mayoría de los profanos desconoce la existencia y ubicación de esta glándula (podía ser un cirujano); siempre extirpaba el útero, el vaso sagrado, ultraje a la condición femenina y que para la psiquiatría denota odio a la madre. Las pocas veces que se le atisbó, huía hacia el puerto con piernas arqueadas como un marinero buscando el refugio de su barco surto en los muelles. Corridos los años, Scotland Yard le dio por muerto por razones biológicas, pero mantiene secreto el expediente de Jack, que pasó a la mitología de lo abominable.
Recién vuelto a España tras la Guerra Civil, José Ortega y Gasset daba unas clases en un pisito de la entonces Avenida de José Antonio (Gran Vía) a un grupo de jóvenes filósofos a los que prevenía a menudo contra la tentación orientalista. Oriente, les decía, es la distracción, el entretenimiento exótico de la Filosofía occidental. Entre Asia y Occidente, decía, hay un sutil velo separador: no es común que un asiático se conmueva con Mozart o que un occidental entienda cabalmente la percusión cacofónica de la música del Imperio del Centro. Desde luego, Juan (Huang) Carlos Aguilar habrá llegado a maestro de kung-fu, pero ignora por completo los cimientos del budismo del que se precia y las penurias intelectuales del príncipe Siddharta ante el sufrimiento de los demás. En Occidente, el orientalismo es el final de la escapada, la huida de una civilización que se siente como envejecida, otra estética, un sustituto cultural, un autismo emocional. El tal Huang parece más cercano al descerebramiento (que no le exime) que al sintoísmo, el confucionismo, el budismo o hasta el Código Samurái. En cualquier caso, irse a China desde Bilbao para encontrar la espiritualidad abre una nueva veta en teología y más parece imagen de un paleto embadurnado de vísceras y estupefacto contemplando el Guggenheim sin entender nada. Quizá el mejor neurocirujano español es de mi amistad: «Llevo treinta años estudiando el cerebro y cada día entiendo menos cómo funciona realmente. Pero que este señor padezca un tumor cerebral desde hace dos años no tiene por qué implicar que haya perdido el discernimiento. Su metodología con las dos mujeres supone una perversidad consciente». Huang como presunto asesino en serie, o al comienzo de su carrera, se acerca antes al arquetipo de Jack el Destripador cuyo fantasma nos ronda desde hace 125 años en su afán por destazar rameras de humildísima condición.
Odio a las mujeres
Es la exasperación de la misoginia, la consideración de la mujer como de otra especie no humana y no sólo de distinto género, aplastable como una Yarará, esa serpiente que salta y muerde mortalmente a un hombre a caballo. Se cree que Jack estrangulaba caritativamente antes de su arte cisoria, pero el maestro de la felicidad torturaba lentamente antes de mondar la columna vertebral.
Los profesionales del descuartizamiento femenino parecen tener crédito inglés. El gran Bernard Shaw, tremendo misógico, calificó a Jack de «genio independiente». Sir Thomas de Quincey abundó en el tema en sus «Confesiones de un comedor de opio inglés» y, especialmente, en su «Del asesinato considerado como una de las bellas artes». Fundó una «Asociación para el enaltecimiento del crimen y detrimento de la virtud», y un teórico «Club de asesinos» que no dejó rastros pero inspiró novelas y películas. Siglo y cuarto después la raza del destripador sigue viva. Huang es confeso aunque no convicto. Cuando le condenen, ¿le concederemos también, graciosamente, permisos penitenciarios para que se solace en los bares prostibularios de Bilbao?
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