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José Luis Garci, sesión continua en la Gran Vía

El cineasta publica «A este lado del gallinero», una «autobiografía menor», define, en la que cuenta sus primeros escarceos con el cine en la entonces avenida de José Antonio

El cine Avenida, hoy convertido en una tienda de ropa, con el cartel de «Los crímenes del Museo de Cera» (1953), de André De Toth larazon

El cineasta publica «A este lado del gallinero», una «autobiografía menor», define, en la que cuenta sus primeros escarceos con el cine en la entonces avenida de José Antonio.

No hubo amigo de José Luis Garci (Madrid, 1944) que no le dijera que su empresa de convertirse en cineasta tenía menos posibilidades que el teniente coronel Custer en la batalla de Little Bighorn. Y poco le importó. Acababan de iniciarse los 60, «la década prodigiosa», define el realizador, y su única obsesión era que diesen las 7 de la tarde para salir a la carrera de su puesto en el Banco Ibérico en busca de Kim Novak o Audrey Hepburn. Ello le obligaba a saltarse las clases de Derecho Romano e Historia del Derecho en San Raimundo de Peñafort, pero eso era secundario. «Entonces mi decisión fue valiente, la verdad es que tuvo mucho mérito –hoy no lo haría–: elegir entre ser abogado o amamantarme de las películas en la Gran Vía». «Mi calle preferida de Madrid», escribe Garci en «A este lado del gallinero», un libro que edita Reino de Cordelia y en el que desmenuza en primera persona su vida y su pasión por el cine. Una «autobiografía menor» con «21 desvaríos cinematográficos», sintetiza.

Las aceras de la entonces Avenida de José Antonio vieron pasar al director «sin interrupción» de los trece a los «cincuenta y tantos», cuenta: «Prácticamente dejé de visitarla al desaparecer en gran parte aquel alegre mundo de cines, salas de fiestas, bares, terrazas, cafeterías, tiendas, kioscos de Prensa y lotería y restaurantes. Hoy podría rodarse “Blade Runner”, que tampoco está mal». Allí estudió la lengua de Shakespeare, en el 32, junto al cine Imperial, SEPU y la que, con el tiempo, sería la cafetería Nebraska. «José, mira lo que te digo, el inglés va a ser más importante que el Bachillerato, y que una carrera, te va a abrir las puertas de cualquier cosa a la que te dediques», le insistía don Manuel. También en la Gran Vía, en el 18, se ganó el pan como auxiliar administrativo en el Banco Ibérico: 1.316,10 pesetas por mes. Duros que se gastaría allí mismo, en los recreativos, el plan favorito de ese chaval que, como toda una generación, merendaba pan de bola y chocolate terroso. Tras recorrerse minuciosamente las carteleras de todas las salas –catorce– de la calle, «lo que más me seducía, digo, era meterme en los Billares Callao, que estaban en la misma plaza, pegados al cine. Había que bajar tres tramos de escaleras antes de darte de bruces con un lugar que hoy definiría como mítico». Un lugar «muy americano», cuenta, que pocos años después, en 1963, redescubriría en «El buscavidas»: «Al instante asocié los Ames Billiard Parlor, una leyenda de Manhattan, con “mis” Billares Callao». A pocos metros de allí, otro símbolo de la Gran Manzana que todavía engalana la remozada avenida, el Edificio Carrión, «una de las maravillas de nuestra arquitectura, el Flat Iron trasladado a Madrid», cita para hablar de los cines Capitol. Porque para Garci «el fulgor de la Gran Vía me recordaría, años después, concretamente en 1972, cuando aterricé en Nueva York, a esa sinfonía de olores, ajetreo, colorido, tráfico y ruidos llamada Times Square».

Ciudades sin psiquiatra

Cine, Madrid y la vida de Garci, son los tres ejes sobre los que se mueve «A este lado del gallinero», donde se rinde al lugar en el que nació: «En Madrid se lleva conmemorando y honrando el cine desde mucho antes de que nos sermonearan con su importancia cultural –recoge el director–. Quiero decir que el cine y Madrid eran inseparables y que combinaban tan bien como John Ford y las mecedoras, el cine negro y la voz en “off” (...) Las ciudades con cines apenas necesitan ir al psiquiatra. Las ciudades con cines viajan siempre a través del tiempo y se mueren menos (...) Hace un millón de años, cuando yo era pequeño, aunque los cines hubieran echado el cierre y apagado sus luces tras la última sesión, toma nota: pasar de madrugada junto a la más humilde sala de barriada te daba seguridad, sentías cobijo y amor. Cerca de un cine no podía pasarte nada malo», termina.

Donde no existían los peligros era en los «paraísos», los gallineros del Ibiza, el Alcalá, el Narváez o la sala que fuera. Desde sus «señoriales» butacas Garci quedó impactado por el «inolvidable colorido» de «Duelo al sol», «Que el cielo la juzgue» y «Las zapatillas rojas». «Qué rojos, qué ocasos, qué azules vacaciones, qué diversidad de amarillos: limón, mostaza, envidia, helado de mantecado, habitación de Van Gogh, taxi neoyorquino...», se rinde el madrileño antes el Technicolor. No podían ser más justos los anuncios que pregonaban: «In Glorius Technicolor», «porque de verdad era una gloria», recuerda.

La proyección de una película en color era un acontecimiento, una fiesta. Las tres bandas Technicolor eran «ideales para el cine de aventuras, las fantasías orientales de la Universal Internacional, los chapuzones de Esther Williams, o algunas del Oeste, y, en cambio, les costaba atreverse con el nuevo procedimiento a las películas “serias”, a los dramones sociales, a las “de amores”, a las policíacas (que luego se transformarían en “films noir”); igualmente la grisura se asociaba al cine bélico, al político y a las comedias de Cary Grant, Irene Dunne o Spencer Tracy».

Desde aquellos «“paraísos” que olían un poco a confesionario» José Luis Garci comprobó los avances del cine, pero también vio pasar la vida, las modas, conoció las personalidades de provincia y hasta se fijó en las hechuras de los edificios: «A pesar del Technicolor, nuestros gallineros seguían bajo el dominio del gris y de lo gris (...) La borra destacaba en las prendas invernales, y en verano se imponían los niquis, las saharianas, las camisas sudadas y alguna chaqueta mil rayas. Entre le vestuario de las mujeres aquellos días, se puso de moda la “línea saco” (...) Certifico que la chiquillería de provincias era más gritona y habladora, solo se callaban con las galopadas del Séptimo de Caballería –pataleaban al ritmo de la música de Garry Owen–, o cuando moría alguno de los protagonistas en las playas de Guadalcanal acribillado por los japos. Los cines de provincia a.C. [antes del CinemaScope] tenían unas fachadas de tonalidades azuladas o cremosas, con algo de cuartelón de la Guardia Civil», firma. Desde el gallinero Garci asistía fascinado a todo lo que rodeaba el acto cinematográfico, también del No-Do. «Lo prefería a los documentales y nunca lo asocié como un arma política, que es lo que era». En él «veía una agencia de viajes» con la que se enamoró de Barcelona, París, Río, Sevilla...

Un milagro sin gafas

Y, de repente, en 1953, la Twentieth Century-Fox aportó un nuevo sistema que se adueñaría de todas las salas del planeta y que dejaría al futuro cineasta con la boca abierta. «El nuevo milagro no necesitaba gafas –explica–, al contrario que el cine en relieve, que exigía aquella gafitas de cartón con lentes como de gelatina, una roja y otra azul, para disfrutar de “Bwana, el diablo de la selva” o “Los crímenes del Museo de Cera”». «The modern miracle you see without glasses!», se vendía. El «boom» obligó a todos los cines a hacer obras para agrandar sus pantallas. «Una revolución», dice hoy. El CinemaScope permitió ver más. «Nunca olvidaré la impresión que me produjo contemplar “La túnica sagrada” desde el gallinero del cine Monumental en aquella pantalla interminable (...) Era algo alegre, como contemplar con tus padres un domingo los grandes cuadros de Velázquez o Goya, “Las Meninas” o “Los fusilamientos del 3 de mayo”. A los aristarcos, como era de esperar, les faltó tiempo para criticar la pantalla ancha. Seguían prefiriendo, fuera cual fuese la película, el formato clásico (...) Pronto descubrirían su error. “Es ideal para filmar un hot-dog”», decían los progres de abolengo de la época», recuerda Garci.