Cuatro meses del seísmo
El sur de Turquía no supera el terremoto: «Hemos pasado del apocalipsis a la desesperación»
Más de 2,5 millones de personas no han vuelto a dormir bajo techo desde aquel fatídico 6 de febrero
Un estruendo le despertó a las 4:15 de la madrugada. Salió como pudo y con lo puesto. Fuera estaba oscuro, hacía mucho frío y llovía, los gritos eran constantes. Llamaban a sus seres queridos, pero la comunicación era imposible. «Pensé que era una pesadilla y que por la mañana todo iba a estar bien», explica Meryem Kalkan, de 54 años, sentada en el banco de un parque bajo lonas de plástico azul que ahora hace las veces de salón. Pero aquel 6 de febrero, cuando amaneció, comenzó a ser consciente de que ese mal sueño se prolongaría durante días, semanas y meses. Asumir la escala de la tragedia, no fue fácil: «Espero que nadie en el mundo tenga que experimentar esto. He perdido familiares. La destrucción es horrible».
La sociedad turca continúa traumatizada por el devastador terremoto que asoló el sur de Turquía. Más de 50.000 personas perdieron la vida. El desmoronamiento, que aún hoy es más que notable en provincias como Hatay, Adiyamán o Kahramanmaras, causó que unos 298.000 edificios colapsaran. Más de 9,1 millones de personas en todo el país se han visto afectadas, 2,5 millones de ellas niños.
Tardaron siete días en encontrar al padre de Kalkan bajo los escombros, ya sin vida. Aún llora cuando lo menciona. «Nos sentimos indefensos sin él, sin poder volver a casa». Los primeros días compartían una tienda de campaña entre siete familias, una treintena de personas, cerca de su otrora hogar. «Pero el día 14º decidí pedir ayuda» y gracias a su tesón ahora residen cada familia en una tienda en este parque infantil en Defne, Hatay. «Los primeros días estaba obsesionada con beber agua. Menos mal que los voluntarios distribuyeron agua potable». Kalkan tuvo relativa suerte porque pudo entrar a su piso para coger la comida de la nevera. No obstante, se queja del pillaje y de los robos que ha habido. «Todavía hoy continúan, arramplan con todo. No es seguro».
A su hija –que al estar embarazada y además haber perdido a su marido en el terremoto– las autoridades turcas le han ofrecido mudarse de este campamento informal a uno de contenedores a decenas de kilómetros. Mejorarían sus condiciones de vida y es más estable que una tienda. Kalkan explica que no se marcharán. «Irnos a otra ciudad, rodeados por extraños... Además, sin apenas acceso a transporte... Aquí nos conocemos todos y nos ayudamos entre vecinos», reconoce.
El Gobierno de Erdogan clasifica las viviendas afectadas en tres categorías. En función de si están grave, medio o ligeramente dañadas, deciden si hay compensación, si se derribarán, o podrán reconstruir. Kalkan no sabe si será capaz de rehabilitar su vivienda porque a pesar de que se puede optar a una línea de crédito por parte del Gobierno, no le llega. «No hay trabajo en Adiyaman, ninguno podemos trabajar. Está todo muy caro», manifiesta. Según las cifras oficiales, alrededor de 100 distritos enteros y casi 1.000 municipios han sido gravemente destruidos. Mehmet Ozhaseki, ministro de Medioambiente, Urbanización y Cambio Climático explicó esta semana que «ya se han demolido unas 68.000 casas» y 170.000 lugares de trabajo, almacenes, tiendas fueron destruidas por el seísmo.
El ministro ha prometido que se construirán 300.000 viviendas de aquí a un año y otras 175.000 próximamente. Lo cierto es que las excavadoras no dejan de trabajar y en las carreteras del sur los camiones cargados de nidos de barras de acero del hormigón armado son la nota común. No obstante, varias ONG sobre el terreno, analizando la catástrofe cuatro meses después, postergan las expectativas a los próximos cuatro o cinco años.
Mientras, 2.586.245 personas comparten tienda a lo largo de los campamentos informales y formales repartidos por todo el sur del país. Ya hay 275.052 personas que han sido realojadas en un contenedor, según datos de la Media Luna Roja. Desde la Dirección General de Protección Civil y Operaciones de Ayuda Humanitaria Europeas en Turquía hacen hincapié en que el país, a pesar de contar con más de 3,6 millones de refugiados, la mayoría sirios, no estaba habituado a los campamentos. Antes del seísmo, el 98% de los asilados no vivía en estos emplazamientos. El panorama ha cambiado considerablemente, lo que supone un auténtico reto.
En el campamento informal de Kayalik en Adiyaman, conviven unas 160 personas repartidas en una treintena de tiendas. La ONG Diakonie y la turca Hatayadestek, financiadas por la UE, han instalado duchas, letrinas y tanques de agua. Asimismo, han repartido kits de higiene femenina y para familias, de limpieza, así como el necesario apoyo psicológico y todo tipo de consejos higiénicos para evitar epidemias y diarreas. Sirios y turcos conviven aquí. Quieren que la comunidad esté involucrada, de ahí que varias mujeres se reúnan semanalmente para debatir y tomar decisiones respecto al campamento.
Kader, de 24 años, recuerda la noche del 6 de febrero como «el apocalipsis». «Más que miedo, lo que nos ha traído es desesperación. Aun así, damos gracias a Dios de que estamos vivos», indica. En pleno proceso de divorcio y con una niña de un año, agradece los momentos en que desayunan todas juntas, limpian los platos después de comer, y que su hija pueda jugar con otros niños del campamento. Kader explica que algunos han podido acceder a los empleos de los muertos. Otros, como su padre que es electricista, a los relacionados con la reconstrucción. Él mantiene a toda la extensa familia.
A su lado, Ceylan e Imran, se quejan de las altas temperaturas. Sólo es junio y ya se superan los 30 grados. A pesar de que tienen las puertas de las tiendas abiertas para hacer corriente, sin una sombra, el calor resulta sofocante. «Nos pican los insectos, las pulgas...», se queja Ceylan mientras muestra las ronchas que tiene en los brazos. «Este no es un sitio para criar a nuestros hijos», lamenta.
Situación de "emergencia"
En el almacén de la ONG Concern Worldwide donde llega la ayuda humanitaria donada, Ocge Celibe, jefa de zona de Adiyamán, asegura que, cuatro meses después «continuamos ante una situación de emergencia». Celibe, que las primeras semanas del terremoto estuvo durmiendo precisamente en el almacén, asegura que los refugios son el principal reto aún hoy. «Las necesidades cambian cada día. Al principio era el agua y repartíamos tabletas de cloro, ahora el tiempo (por el verano), las serpientes y que los afectados no conocen sus derechos, son los más importantes desafíos».
Destaca que las comunidades no se valen por sí mismas, siguen necesitando «primeros auxilios, sábanas, bidones de agua, colchones... Debido al calor, la salud pública también está en peligro», añade Celibe, quien recuerda que es prácticamente imposible encontrar un empleo en esta región y que, además, muchos niños no están escolarizados porque su colegio también ha sido dañado o por el temor a entrar en edificios.
«Si no es de más de 5 en la escala Richter, ya ni nos inmutamos», explica Saram desde Defne, quien no sufrió el primer terremoto, sino que se vio afectada por el segundo. Desde el 6 de febrero ya se han producido más de 16.000 réplicas, por lo que el suelo les recuerda que aún no están a salvo. Los tres primeros días, no tenían nada: ni agua, ni comida, ni fruta. Nada. Saram vive con toda su familia en un campamento informal, han tenido enfermedades y los virus se han esparcido rápidamente entre todos. Los 35 conviven con una sola letrina. Los niños del campamento se quejan de las serpientes, les da miedo, muchos solo han visto sus mudas de pieles en las tiendas, pero les aterra. «No queremos vivir así, pero estamos traumatizados y, al menos, estamos juntos». Las cuñadas, tías y abuela de Saram, asienten. Al preguntarles qué es lo que más añoran de sus antiguas casas, las respuestas varían desde «mi sofá», a «cocinar» pasando por varios sentidos «mi cama».