Cuba
Pop-Chavismo
El kitsch comunista es la gran aportación del socialismo real al arte moderno. Ahí está la momia de Lenin, considerada como la primera gran instalación pop contemporánea. Prima hermana de la momia de Mao, que reposa en su acristalada urna en la Plaza de Tiananmen. Ni Ai Weiwei haciéndole una peineta podrá conjurar el embrujo de este asesino de masas, convertido en icono pop por Andy Warhol.
Porque la estetización pop de Warhol es el resultado de un vaciamiento ideológico que permite ver a los tiranos comunistas como iconos blanqueados, formando parte esencial del catálogo del friquismo pop. Al homologar a Lenin y Mao con iconos pop como Elvis Presley y Chanel nº 5, se borra su esencia asesina: los cien millones de asesinados en Rusia, China, Vietnam, Corea del Norte, Cuba, etc.
A Kim Jong Il también le han construido un parque temático que alberga su momia. ¿Hay quien dude que lo tendrá el tiranosaurio Fidel Castro cuando fenezca y el gorila rojo caribeño Hugo Chávez mañana mismo? El mausoleo y la momificación de los líderes socialistas son una copia de las reliquias cristianas. El santoral progre bebe en las fuentes de su gran rival, la Iglesia católica. La santificación cristiana fue trasformada por el agitprop comunista en «el culto a la personalidad», multiplicada por miles de estampas populares de cada dictador, Mesías revolucionarios de la «ducha» de clases y la «dentadura» del proletariado. A Chávez le espera el mismo sudario de la resurrección zombi con su mausoleo friqui.
La aportación comunicacional posmoderna caribeña ha sido el jogging costumizado con la bandera nacional y el «reality show» televisivo de Chávez. Como un zombi, inmortalizó el artista Eugenio Merino a Fidel Castro en Arco, con su chandal harapiento y la actitud amenazante. Metáfora de un más allá de la muerte que es el estado de Fidel Castro en este momento y el de todos los dictadores de izquierdas que sueñan con pervivir eternamente en el imaginario colectivizado socialista.
¿Hay quien duda de que Chávez, como inventor del socialismo del siglo XXI y telepredicador con programa propio, tendrá un mausoleo con tele incrustada para seguir adoctrinando a su pueblo, ¡Señor!, siguiendo el espectro radiofónico de Evita Perón?
Hay que reconocer que los dictadores de izquierdas, además de arrogarse un plus de autoridad moral, tienen el don de la locuacidad. No sólo pasan a degüello a sus amigos y enemigos, encima quieren «reeducarlos» en campos de concentración y agotar a los supervivientes con sus discursos interminables, más cercanos al sermón del telepredicador que al abstruso materialismo dialéctico.
Esa pulsión por la soflama inacabable ante las masas cautivas, la heredó el comandante Fidel Castro y el chistoso Chávez con sus interminables monólogos en su programa «Aló, presidente».
España ha aportado la verborrea cantinflesca de Felipe González y el vacuo discurso de ZP, encarnación friqui del socialismo pop: intrascendente, superficial y divertido. El famoso Nivel Maribel. Lipovetsky llama a esta desubstanciación posmoderna «la lógica del vacío». La de Chávez, con su logorrea desatada y la exaltación narcisista de un yo infatuado que aúna incuria intelectual, carencia de principios morales y ausencia de competencias profesionales.
Decir que el comandante Chávez ha sido el exponente más acabado de la herencia hispana en América es reconocer que a los Tirano Banderas hemos añadido el gorila rojo telepredicador catódico. En su programa de televisión «Aló, presidente» encarnaba el «reality show» de su enloquecida verbosidad, camuflada como un «mano a mano» con el pueblo, al que siempre doblaba el pulso.
Hasta el año pasado, cuando le diagnosticaron el cáncer que se lo ha llevado por delante, «Alo, presidente» tuvo 378 ediciones: 1.656 horas y 44 minutos de retrasmisión, lo que equivale a 69 días ininterrumpidos de «diálogo» entre el presidente y su depauperado pueblo. Se figuran el infierno que sería escuchar al de Marinaleda trece años seguidos sin que nadie se atreviera a decirle: «¿Por qué no te callas?».
Hasta con los Simpsons
«Por mala influencia»
El presidente Chávez prohibió la divertida serie estadounidense de Matt Groening en abril de 2008 por ser una mala influencia para los menores venezolanos.
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