César Vidal
Emmett Till: Cuando un piropo costaba la vida
En los años cincuenta, la segregación racial era una realidad cotidiana en el sur de Estados Unidos. Los negros debían ceder su asiento a los blancos en el autobús y no podían votar o estudiar en la universidad
En los años cincuenta, la segregación racial era una realidad cotidiana en el sur de Estados Unidos. Los negros debían ceder su asiento a los blancos en el autobús y no podían votar o estudiar en la universidad.
Una de las características repetitivas de las sociedades cerradas –de mentes cerradas, cabría también decir– es la articulación de medidas hiperprotectoras hacia las mujeres. Concebidas como un segmento de la población sometido a amenazas continuas procedentes de los varones, en torno a ellas se han entretejido castigos feroces que, en no pocas ocasiones, iban más allá de las propias disposiciones legales. Hace sesenta años, los estados del Deep South –sur profundo– en Estados Unidos eran uno de esos lugares. Desde la derrota de la Confederación en 1865, se había extendido una propaganda que señalaba entre los peores peligros que podían acosar a las mujeres el de la machista lascivia de los negros. Hasta qué punto esa perspectiva estaba extendida puede verse en que uno de los episodios más edulcorados en la versión cinematográfica de «Lo que el viento se llevó» es aquel en que Ashley, el primo de Escarlata, capitanea una expedición de castigo contra unos negros que, supuestamente, han ofendido a una mujer blanca. Semejante visión no se extinguió tras la Reconstrucción e incluso experimentaba un rebrotar en 1955 ante las primeras reivindicaciones de la población negra.
Lejos de reducirse a meros prejuicios, en algunas ocasiones, la hiperprotección dispensada a las mujeres se tradujo en muerte. Fue el caso de un joven negro llamado Emmet Till. Como en el caso de tantas familias negras, Till formaba parte de los que habían emigrado hacia el norte –en su caso Chicago–, pero mantenían a una parte de los parientes, a los que enviaban dinero y ocasionalmente visitaban, en el sur. Till, de tan sólo catorce años de edad, estaba visitando a un tío en un pueblo de Misisipi, el Estado más pobre de la Unión. Como tantos adolescentes, su conducta era la propia del lugar donde vivía y no la de sus parientes aún apegados al terruño. Por ello, no pudo ni imaginar las consecuencias de sus actos cuando piropeó a una joven blanca llamada Carolyn Bryant con la que se cruzó en el interior de un comercio. Se trataba de una mujer de 21 años y el episodio –que no tenía mayor trascendencia y que hubiera carecido de relevancia para cualquier persona normal– provocó que el 28 de agosto de 1955, Emmett Till fuera secuestrado. Los culpables del secuestro fueron Roy Bryant, esposo de la piropeada mujer, y su medio hermano J. W. Milam. Lo que vino a continuación fue una venganza en toda regla en defensa de la mujer ofendida. Till fue golpeado y mutilado antes de recibir un disparo en la cabeza que acabó con su vida. A continuación, el cadáver fue arrojado al río Tallahatchie. Los maltratos y la acción de las aguas deformaron horriblemente el cuerpo de Till que apareció en la corriente tres días después.
Los restos mortales de Emmett Till fueron enviados a Chicago, donde su madre insistió en que el funeral se celebrara con el ataúd abierto. Las millares de personas que desfilaron ante el féretro se convirtieron así en la garantía de que el crimen pasara a ser todo un símbolo.
El problema es que el carácter simbólico era diferente en según qué parte del país. En el norte, se trataba de una muestra de la barbarie del racismo sureño, pero en el sur, el episodio no pasaba de ser la historia de un negro que se había llevado su merecido por atreverse a piropear a una mujer en público. De manera bien reveladora, el fiscal del caso señaló en el curso del proceso que Till se había merecido una azotaina, pero no que lo mataran. En otras palabras, piropear a una mujer blanca merecía un castigo, pero tendría que haber sido menor. No sorprende que el jurado, formado por gente de raza blanca, absolviera a los criminales y que incluso uno de sus miembros señalara que, de no haber estado un tiempo bebiendo un refresco, no hubieran tardado ni siquiera la hora que emplearon, supuestamente, en deliberar el veredicto.
A pesar de la inmensa cobertura de la causa, quizá todo habría concluido de no ser porque, en 1956, Milam y Bryant, amparándose en una figura legal conocida como «double jeopardy» (nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo crimen del que ha sido absuelto), declararon en la revista «Look» que habían matado a Till. Ese mismo año, el Tribunal Supremo declaró inconstitucional la segregación racial en los autobuses y la llama de los derechos civiles prendió en los estados del sur.
Milam y Bryant sufrieron ataques e insultos de sus vecinos y acabaron optando por cambiar de residencia. El primero moriría en 1980 con 61 año y el segundo en 1994 con 63.
Con el inicio del siglo XXI, la figura de Emmett Till alcanzó tintes hagiográficos. Se estableció una comisión memorial con su nombre; el juzgado del condado donde se examinó su causa incluyó un centro dedicado al joven muerto e incluso se creó una página web y una aplicación para móvil relacionadas con él. De manera curiosa, estas últimas incluyen referencias a medio centenar de lugares de Misisipi, un Estado donde Till sólo fue a morir, ya que su vida transcurrió en Chicago. No faltaron tampoco los intentos de reabrir su causa. De entrada, en 2004, un tribunal rechazó esa posibilidad alegando, con toda razón, que el delito ya había prescrito, aunque en 2007 la familia de Till recibió una excusa oficial del crimen.
Al año siguiente, en un gesto de claro electoralismo encaminado a obtener el voto negro, el presidente republicano George W. Bush firmó la Ley Emmett Till, que permitía reabrir las causas relacionadas con crímenes contra los derechos civiles aunque hubieran prescrito. El discutible paso legal fue ampliado en 2016 por su sucesor, el demócrata y afroamericano Barack Obama, y abre ahora la posibilidad de reabrir una causa cuyos protagonistas están todos muertos. No son pocas las lecciones que a día de hoy se pueden extraer de aquel horror. Entre ellas, que junto a los males del racismo tampoco puede esperarse nada bueno de aquellos que han llegado a la conclusión de que un piropo puede ser digno de castigo.
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