Israel, en guerra
Ashkelon, una ciudad en guerra: "Estar fuera es demasiado peligroso, saldré cuando Hamás desaparezca"
Los civiles que quedan en la ciudad viven bajo el constante peligro de los misiles disparados desde la Franja de Gaza por Hamás: "No podemos coexistir"
“Están locos, quieren matarnos a todos. Hamás es un grupo de animales, hay que acabar con todos ellos”, dice Ammi, de 57 años, contemplando la destrucción de una de las oficinas gubernamentales de Ashkelon situada en la calle Katsenelson. En el interior, la devastación del edificio es máxima. Toda la entrada está demolida y, enfrente, hay un agujero que ha abierto el suelo hasta mostrar parte del sótano provocado por el impacto del cohete que Hamás disparó desde la Franja de Gaza, situada a tan solo 12 kilómetros de distancia. Desde la oficina en ruinas se escucha el duro bombardeo del Ejército israelí.
“Lo has visto”, dice, señalando el boquete. "Imagínate cuando un misil como este cae sobre una casa. No deja a nadie vivo. Malditos, hay que matarlos”, repite, con los ojos llenos de odio. “Han asesinado a mujeres y niños solo porque eran judíos. Hamás y Estado Islámico son lo mismo”, explica, haciéndose suyas las palabras que, ayer, el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, dijo durante su conferencia de prensa en Tel Aviv con el secretario de Estado norteamericano, Antony Blinken.
¿No ve posible una solución pacífica? “En absoluto. Si los dejamos vivir solo será cuestión de tiempo hasta que lo vuelvan a hacer. No podemos coexistir. Tienen que desaparecer. Están locos”, sentencia, llevándose un dedo a la sien para indicarlo. Sin embargo, no todo el mundo piensa como él. Un poco más abajo, junto a una tienda de animales con el escaparate hecho añicos y la calle sembrada de cristales rotos, uno de los signos inequívocos de que uno está en zona de conflicto, el joven Daniel, de 27 años, ve las cosas de una forma diferente.
“No se puede culpar a todos los palestinos por los crímenes atroces de Hamás. Aunque, lo que no entiendo es por qué no se deshacen de ellos. A Hamás el pueblo palestino no le importa”, dice, convencido. “Tampoco creo que la invasión de Gaza”, la cual todavía no ha sucedido, pero que dado el número de tropas del Tsahal concentradas alrededor de la Franja puede empezar en cualquier momento, “vaya a solucionar las cosas. Morirán muchos civiles y eso solo creará más terroristas”. ¿Puede haber una solución a corto plazo? “Lo dudo, después de las masacres que han hecho mucha gente quiere venganza”.
“He vivido toda mi vida aquí”, añade, con una sonrisa. ¿Se acostumbra uno a vivir así? “Claro que no, pero te adaptas y, con el tiempo, forma parte de tu vida. Pero bueno, esa es mi opinión”, recalca. “Mucha gente se ha marchado a la capital, o a Jerusalén, con sus familias, porque tienen miedo. Y es de entender, pero esta es mi casa y yo no me voy a ningún sitio”. ¿Incluso cuando los combatientes de Hamás se internaron en la ciudad? “Cuando eso pasó estaba en mi apartamento. Fueron momentos muy duros, aunque, estaba convencido de que el Ejército los mataría, y así fue”.
Transitando hacia el barrio de Beit Zolotov, las estelas blancas de tres cohetes lanzados desde la Franja de Gaza cruzan el cielo dando unos extraños giros. Dos de ellos son interceptados por la Cúpula de Hierro, el sistema antimisiles de Israel, y un tercero acaba detonando en un solar a las afueras de la ciudad. Las explosiones hacen vibrar el aire y, en las alturas, suenan como un trueno de muerte. En la calle, los pocos civiles que se ven corren para encontrar un lugar donde ponerse a salvo.
O hacia los refugios como el que está situado al lado de la sinagoga de Sha’arei Rakhamim ve-Yosef. Está hecho de hormigón armado y tiene una entrada con una puerta blindada que no se puede abrir desde fuera. En el interior, bajando dos tramos de escaleras, hay unas salas en las que varias familias se han instalado permanentemente. “Llevamos cuatro días metidos aquí. Estar fuera es demasiado peligroso”, cuenta Ariel, junto a la cuna de su recién nacido que se revuelve entre las sábanas. “Tiene cuatro meses, es uno de mis cuatro hijos, todos están aquí”, explica, mientras sus dos hijas, al lado, juegan con unas muñecas. “Llevo toda mi vida en Israel”, recalca, para hacer evidente que esta tierra es su casa.
¿Cuándo saldréis? “En el momento en que ganemos y todos los de Hamás desaparezcan”. ¿Tienes miedo? “No, Dios me protege”, dice, convencido. El escudo de la religión puede proteger el alma, pero no lo hace cuando la metralla de las bombas, vengan de donde vengan, impactan en la carne y la hacen jirones, tanto en los cuerpos del pueblo judío como en los del palestino, el cual también está bajo la metralla, aunque con mucha menos protección y refugios. Afuera, la calle sigue desierta. Los pocos vehículos conducen a una velocidad de infarto. En Ashkelon se respira guerra y destrucción.
Y más allá también. El retumbar de los bombardeos israelíes contra Gaza es un rugido constante. Dentro, los 2 millones de habitantes apenas tienen donde guarecerse. El Gobierno de Tel Aviv los ha instado a que abandonen el lugar dirección a Egipto a través del paso de Rafah. Pero allí las puertas están cerradas. Tampoco pueden huir hacia Israel. Solo les queda mirar hacia las olas del Mare Nostrum, pero el ser humano no tiene branquias. Eso tampoco es una opción.
Desde el refugio, nadie diría que, muy cerca, hay unas playas paradisíacas de arena fina bañadas por las aguas del Mediterráneo. El mismo mar que, durante milenios, ha visto a muchos pueblos comandados por faraones egipcios, romanos, cruzados como Ricardo Corazón de León y el kurdo Salahadín, el emperador Napoleón Bonaparte o las tropas británicas, entre muchos otros, y, ahora, israelíes y palestinos, matarse por este pedazo de desierto sagrado para las tres grandes religiones monoteístas cuyo Dios, en realidad, es el mismo. Uno que habla de paz y amor, de entendimiento entre los hombres y las mujeres, pero cuyas palabras, obras o milagros, desde el principio de los tiempos, han sido tergiversados por el odio que, vista la historia de la humanidad, también crece en el corazón de los hombres. Y continúa haciéndolo en esta Tierra Santa convertida en un gran charco de sangre.
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