Nueva era
72 horas frenéticas: nueva primera ministra y nuevo rey
El país se enfrenta a una transición convulsa en un contexto plagado de incertidumbre por la guerra en Ucrania y la crisis energética
Desde hace tiempo en Buckingham se venía hablando de una «transición tranquila». La Monarquía es una institución donde nada queda a la improvisación. Pero ni siquiera la precisa maquinaria de Palacio pudo prever el escenario que se vive ahora en el país. Durante siete décadas, Reino Unido ha tenido en la figura de Isabel II un símbolo de continuidad. Pero en tan solo tres días ha visto un cambio de jefe de Estado y un cambio de Gobierno. Nuevo rey, nueva primera ministra. Y todo en medio de una guerra en Ucrania, una economía debilitada por la crisis energética, huelgas de varios sectores, un órdago soberanista en Escocia y las consecuencias de un Brexit que aún se está negociando con Bruselas. Por lo tanto, el cambio histórico de era tiene mucho de transición, pero nada de tranquilidad.
Carlos III accede al trono a los 73 años con una popularidad que nunca llegará a igualar a la de su progenitora. Por su parte, Liz Truss se muda a Downing Street con una mayoría absoluta en la Cámara de los Comunes heredada de su antecesor, pero sin ningún tipo de autoridad. Porque no es una primera ministra que haya sido votada en las urnas. Fue elegida el pasado martes tan sólo por un tercio de los afiliados del Partido Conservador –que son los que tenían la última palabra en las primarias tras la forzada dimisión de Boris Johnson– y menos de la mitad de los tradicionales votantes «tories» le dan su aprobación.
Carlos III y Truss mantuvieron ayer su primera audiencia para tratar las cuestiones de Estado. Los frentes abiertos no son pocos. La crisis energética ha incrementado un 80% las facturas al consumidor, lo que disparará aún más una inflación que podría llegar al 18%. Con el objetivo de cambiar lo que, a día de hoy, parecen escasas expectativas electorales, la nueva líder conservadora anunciaba esta semana que, a partir del 1 de octubre, el precio máximo que pagará por el gas y la electricidad cualquier hogar británico tendrá un límite de 2.900 euros anuales, y no de los más de 4.000 que la autoridad reguladora del país (OFGEM, en sus siglas en inglés) había actualizado a principios de septiembre, de acuerdo con la escalada de precios en el mercado mayorista.
La medida se prolongará durante dos años, justo el tiempo que tiene por delante hasta que se celebren nuevas elecciones generales, y supondrá un gasto público de dimensiones históricas, similar al dinero destinado a salvar empleos durante la pandemia. La deuda neta acumulada supera ya los 2,78 billones de euros, equivalente al 96,2 % del PIB. Los expertos calculan que el plan puede aumentar el agujero en más de 115.000 millones de euros. Aunque aún no se conoce en detalle el plan, Truss ya ha adelantado que no aplicará impuestos a los beneficios de las petroleras y bajará de inmediato los impuestos a los ciudadanos, una estrategia tachada por muchos expertos de «irrealidad económica».
Todo, además, bajo la amenaza de una guerra comercial con la UE. Porque el Brexit ya se ha materializado a efectos prácticos. Pero las negociaciones están muy lejos de haber concluido. Truss –que en su día abogó por la permanencia en el bloque– se muestra ahora partidaria de cambiar el Protocolo de Irlanda del Norte, pieza clave del acuerdo cerrado en su día con Bruselas, justificando que los nuevos controles aduaneros están poniendo en peligro el proceso de paz en Belfast, donde no existe Gobierno autonómico desde el pasado mes de febrero y el auge de los nacionalistas del Sinn Fein abre el debate de una posible reunificación de Irlanda. Al fin y al cabo, el Brexit ha dejado ahora a Belfast más alineado con la normativa de Dublín que de Londres. Aunque el órdago nacionalista más inminente viene de Escocia, donde la ministra principal, Nicola Sturgeon, se ha comprometido a celebrar un segundo referéndum de independencia el 19 de octubre de 2023.
La tormenta política coincide también con la tormenta institucional de la propia Monarquía. Sin Isabel II, las grietas de la Familia Real son ahora imposibles de tapar. El sonado Megxit y el escándalo del príncipe Andrés –hijo menor de la soberana, condenado al ostracismo tras la polémica por supuestos abusos a una menor– plantean preguntas sobre el futuro de «La Firma».
En definitiva, la economía se desmorona, la identidad nacional no sabe a qué espejo mirarse y la influencia internacional del que fuera gran imperio intenta buscar su nuevo sitio fuera de la UE y con la desconfianza de Estados Unidos, donde un Joe Biden que hace gala de sus raíces irlandesas ya advierte de que si Londres rompe el tratado cerrado con Bruselas no habrá acuerdo comercial. Pero Isabel II ya no está. El símbolo de continuidad de los últimos 70 años ya no está. Comienza una transición, pero nada tranquila.
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