Internacional
Joe Biden, un corredor de fondo
Ha dedicado toda su vida a la política. Un camino que arranca en 1972, cuando ganó por vez primera su escaño en el Senado.
Joe Biden, el ya nuevo presidente de Estados Unidos de facto, ha dedicado toda su vida a la política. Un camino que arranca en 1972, cuando ganó por vez primera su escaño en el Senado. Representaba a Delaware, un estado que tiene poco que ver con su Pensilvania natal, básicamente un paraíso fiscal frente a su cuna, mucho más industrial, y en la que abrió y cerró la campaña electoral. Porque Pensilvania, que tiene hasta el 6 de noviembre para dar sus resultados definitivos, era y es uno de los estados clave.
Dos veces vicepresidente con Barack Obama, 36 años de senador, perdió a su primera esposa, Neilia, y a su hija de un año, Amy, en un accidente de tráfico y, muchos años más tarde, a uno de sus dos hijos varones, Beau, comido por un cáncer pavoroso. Su hijo superviviente, Hunter, a punto estuvo de hacerle descarrilar en su carrera hacia la Casa Blanca, cuando trascendieron sus negocios internacionales, por más que la Oficina Nacional Anticorrupción de Ucrania comunicara que exonera al hijo del candidato de cualquier sospecha.
Como miembro del Comité Judicial del Senado en los años ochenta Joe Biden fue importante a la hora de sacar adelante unas políticas penales muy duras con la posesión de drogas, que castigaron a los sectores más desfavorecidos de la sociedad estadounidense. Como miembro del Comité de Relaciones Internacionales trabajó junto a John McCain en las resoluciones que autorizaron las acciones sobre Kosovo. Todo esto, las luces y las sombras, forjaron un perfil más cercano a los demócratas de centro y poco amable para los escorados al ala izquierda.
Biden, antes de jurar una y mil veces que no prohibirá el fracking, en Pensilvania, una actividad decisiva para la reanimación de la economía de varios condados locales, antes de enfrentarse a un presidente tan carismático y en cierta forma corrosivo como Donald Trump, Biden, sí, ha ejercido como la quintaesencia del político convencional. Alguien que si bien es muy capaz de usar una retórica con ribetes rooseveltianos pero sin asomarse nunca al precipicio de quien plantea cambios estructurales. Lejos de la verbosidad feroz de Trump y el virtuosismo dialéctico de Obama, Biden es un hombre más bien gris. Nunca dado al exceso pero tampoco al brillo. Alguien célebre por su capacidad para acercarse a sus teóricos rivales y construir puentes en el legislativo. Fiel a Obama en calidad de vicepresidente, por más que éste no apostara por él en 2016.
Con dificultades históricas para galvanizar a un electorado sus talentos fueron siempre los del corredor de fondo. Protagonista de una carrera paralela, de conseguir optar a la presidencia de los EE UU, prolongada durante un cuarto de siglo. Antes de 2020, su última y más decisiva oportunidad, ya había intentado dos veces ser el candidato demócrata. El testigo incómodo del desastre electoral de Hillary Clinton en 2016, aceptaba la nominación el jueves 18 de agosto con un acto fiel a la tradición, altamente simbólico, mientras los representantes de los delegados de cada Estado hacían públicos los apoyos definitivos. Antes había vencido a Bernie Sanders, favorito durante los primeros compases de las primarias demócratas, luego de una carrera feroz, que no llegó a una conclusión hasta que los populistas y radicales del ala izquierda asumieron como inevitable el triunfo de lo que siempre consideraron puro establishment. Cuando Biden recibió la nominación estaba acompañado por su esposa Jill y por sus nietos y recibió las bendiciones de antiguos mitos como un anciano Jimmy Carter, ex presidente, 95 años, que lo cubrió de piropos. Igual que Bill Clinton, otro sureño, que cantó sus virtudes en lo que tuvo todo el aspecto de ser una ceremonia de auto celebración demócrata. El partido respiraba aliviado y ofrendaba el futuro a uno de los suyos. No a un aventurero woke ni a un independiente de posturas cercanas al socialismo democrático, sino a un liberal convencido, que viene surfeando la ola de la política desde que en el 72 venció en la carrera por el senado a un rival, el republicano Caleb Boggs, que hasta dos meses antes de las elecciones lo aventajaba por más de 30 puntos. Al final confiaban en sumar el apoyo de personajes tan dispares como el propio Sanders, Andrew Cuomo, Elizabeth Warren, Amy Klobuchar, Alexandria Ocasio-Cortez, Nancy Pelosi, Sally Yates, Pete Buttigieg, Beto O’Rourke, Andrew Yang, Cory Booker o Chuck Schumer... Todos unidos por la fe en lograr una gesta similar a la de Trump hace cuatro años, cuando logró aunar una coalición de intereses con no muchos nexos en común más allá de su empeño por derrotar al enemigo y el convencimiento de que el país necesitaba un golpe de timón de 180 grados. Biden, el niño con disfemia, que venció su tartamudez para dedicarse a un oficio en el que la oratoria resulta clave, había convertido en sortilegio la promesa de que si bien era el «candidato demócrata» también sería «un presidente estadounidense».
En unas elecciones con aroma a plebiscito hablaba en el último día de su convención de acabar con «este capítulo oscuro en EE.UU.», y que la reconquista comenzó «cuando el amor, la esperanza y la luz se unieron en la batalla por el alma de la nación». Había llegado el momento de romper amarras al que sus enemigos insistían en tacharlo de bulto, de anciano demasiado frágil para afrontar unas elecciones y de hipotético ejecutor de todos disparates imaginables de la izquierda posmoderna. Lo suyo, decían, era lucir simpatía, calidad, encanto, cercanía, y derrochar buena educación y amabilidad a fin de maquillar la anemia del discurso frankenstein, teóricamente fabricado con retazos de otros programas y otros líderes. Pero incluso sus críticos más acerados le reconocen que sabe sobreponerse a las tragedias y que era muy capaz de regresar desde el cementerio donde descansan los mejores elefantes políticos y los más notables paquidermos de la administración pública.
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