Donald Trump
Trump convierte la campaña en una cruzada contra la violencia y el caos
El presidente acusa al demócrata Biden de querer acabar con el sueño americano y agita el miedo a la «izquierda radical» en un discurso en la Casa Blanca sin medidas covid-19
Como prueba la historia y acuñó Giulio Andreoti, el poder desgasta, sobre todo, a quien no lo tiene. Donald Trump, constructor, estrella de la telebasura, alcanzó el poder en 2016 contra la caballería mediática y las élites intelectuales de las dos Costas, que hicieron de él una caricatura. Ganó, de paso, enfrentado a su propio partido. Contaba con el fervor de grandes porciones del electorado. Incluidos dos tercios de los trabajadores blancos sin estudios universitarios. Por no hablar de una considerable porción de las personas con fuertes convicciones religiosas. Incluido ese 80% de evangélicos blancos que le votaron.
Como escribió entonces Mark Lilla, un intelectual cercano al viejo partido demócrata, aquella victoria debía de marcar el final del llamado progresismo identitario. Pues, vino a decir, si en cada mítin vas a mencionar a todos y cada uno de los grupos que componen los Estados Unidos, negros, mujeres, homosexuales, etc., «es mejor que los menciones a todos. Si no lo haces, los excluidos se darán cuenta y se sentirán excluidos». Pero los demócratas no siguieron los consejos de un Lilla que poco después publicó un libro titulado El regreso Liberal: más allá de la política de la identidad. Antes al contrario multiplicaron la apuesta por el identitarismo.
Cuatro años más tarde Donald Trump ya no es el jinete que llegó desde los márgenes para enloquecer la política convencional. Como presidente, cuenta con todo el arsenal icónico de la Casa Blanca. Esta noche lo ha usado a fondo. Con la mítica sede del gobierno como escenario del discurso para cerrar la convención republicana. Delante de una multitud que ni llevaba máscaras ni guardaba la distancia recomendada, el presidente rechazó todas las críticas a su gestión de la epidemia y responsabilizó a China. Las menciones a la potencia asiática, claro está, no acabaron aquí. En una serie de golpes dirigidos a los votantes de los estados del Medio Oeste, precisamente aquellos que abandonaron a los demócratas en 2016, Trump habló de comercio, de la postura de Joe Biden y Barack Obama respecto al globalismo, y de cómo las políticas de las anteriores administraciones habrían permitido el colapso de la industria.
No mencionó que Obama rescató con dinero público a la misma industria del automóvil que muchos pidieron que dejase caer. Con el aplomo del orador que suspiraba por enfrentar de nuevo un auditorio lanzó zarpados a la garganta del rival. «El proyecto de Joe Biden se resume en Made in China», dijo, «Mi proyecto, Made in the USA». También afirmó que «Estas son las elecciones más importantes en la historia de nuestro país», que Biden provocará la destrucción de millones de trabajos y los votantes deben de decidir «si protegemos a los estadounidenses que obedecen la ley o damos carta blanca a los anarquistas y delincuentes».
Mientras las calles de Wisconsin revivieron las imágenes de enfrentamientos y violencia, Trump, siempre el primero en emplear un lenguaje divisivo, aseguró que no permitirá que los radicales «destruyan el sueño americano». Condenó la cultura de la cancelación. Explicó que los electores tienen la oportunidad de enviar un mensaje a los nuevos zelotes. También acusó a los demócratas de haber pintado un país bajo la zarpa del racismo. «Un país débil, que debe de ser castigado por sus pecados».
En uno de sus mejores momentos afirmó que «en este país, no buscamos la salvación en los políticos de carrera. En Estados Unidos tampoco recurrimos al gobierno para salvar nuestras almas; ponemos nuestra fe en el Dios todopoderoso».
Sonó menos convincente al afirmar que ha hecho «más por la comunidad afroamericana que cualquier presidente desde Abraham Lincoln, nuestro primer presidente republicano». Es muy posible que estuviera pensando en los datos del paro entre los afroamericanos antes del Covid-19, que marcaron mínimos históricos. Pero teniendo en cuenta que hubo presidentes como Lyndon B. Johnson, que firmó algunas de las leyes esenciales para el movimiento por los derechos civiles, incluidas la Civil Rights Act y la Voting Rights Act, la afirmación pareció grotesca.
Con todo Trump se atuvo al discurso escrito y remató con inusitado lirismo. Los fuegos artificiales, dignos del 4 de julio, el directo al aire libre y la versión de nessum dorna pusieron todo el voltaje que faltó en días anteriores. «Nosotros no destruimos nuestro pasado», había recalcado. «Somos el país que hizo una revolución y triunfó sobre el fascismo». Si Lilla estaba viéndole, y si leyó la desconcertada reacción de algunos de los comentaristas del New York Times, incapaces de entender la defensa de la libertad de expresión enarbolada por el republicano, es muy posible que haya empezado a escribir una segunda versión de su libro.
Trump, tantas veces injusto, aprovechó los boquetes ideológicos de sus rivales, las fallas más evidentes de la izquierda posmoderna, exageró cuando y cuanto le convenía y celebró sus logros. Estuvo convincente y entusiasmó a los suyos.
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