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Toda la verdad sobre el caso Hildegart

La Razón
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l nueve de junio de 1933, a las ocho de la mañana, Aurora Rodríguez Carballeira entró en el cuarto de su hija y la mató de cuatro disparos. Sacó del cajón de la mesita de noche el revólver, aquél que había comprado para defenderse de posibles agresores, y la descerrajó los tiros mientras dormía. El cuerpo quedó inmóvil, en el lado izquierdo de la cama, con dos balazos en la región temporal derecha, uno en la mejilla, otro en el pecho y la pistola, humeante, extraviada por el suelo. La noticia conmocionó a la sociedad española y ocupó los principales titulares de la prensa. Hildegart, la «virgen» roja, uno de los iconos de la Segunda República, solamente tenía 18 años.

Después del parricidio, la madre dejó su domicilio, en calle Galileo de Madrid, y daba cumplida cuenta de los hechos, sin aportar un solo detalle que la exculpara, al abogado Juan Botella Asensi. En ningún momento eludió su responsabilidad. Durante el juicio, en el que compareció vestida de negro y con un ramo de claveles rojos entre los brazos, confesó: «Me aproximaba a ella, revólver en mano, como si una fuerza superior a mí me empujase al crimen. El instinto materno habíase esfumado repentinamente ante el impulso gigante de la voluntad, que me trazaba inflexible el doloroso camino a seguir. Era mi pensamiento como una flecha lanzada que no se detendría hasta clavarse en el blanco». Con absoluta frialdad defendió su derecho a eliminarla. A fin de cuentas, argumentaba, la había creado ella.

 

Amor y pedagogía

Carmen Domingo reconstruye los acontecimientos en «Mi querida hija Hildegart» (Destino). Una historia, enmarcada en los turbulentos aledaños de la Guerra Civil, que continúa la estela literaria que abrió Ignacio Martínez Pisón en «Enterrad a los muertos». En el prefacio, la autora narra cómo encontró este estremecedor relato y cómo le impresionó la relación que sostuvieron estas dos mujeres que, recordando a Miguel de Unamuno, se movió entre el amor y la pedagogía. Dos intrincadas biografías, unidas una a la otra, como piezas de relojería, que acabó de manera dramática y con una interrogante: ¿Premeditación o locura? El debate caló en España, enfrentó a la izquierda y la derecha y, puso a un lado la visión de la justicia y la jurisprudencia y, a otro, la que aportaba la ciencia y la psiquiatría. En medio, como siempre, quedaron los intereses. «Son justamente las tendencias políticas las que acaban de decidir el veredicto del juicio, porque a cada una de ellas le acaba por interesar que el diagnóstico fuera uno u otro, independientemente de la realidad médica de la paciente», afirma Carmen Domingo en la introducción.

El libro comienza con el asesinato y después, en un «flashback», va recomponiendo la vida de Hildegart, la de Aurora y la evolución de esa enajenación en la que sucumbieron y que condujo a la madre, primero a la cárcel y después al sanatorio de Ciempozuelos, manicomio donde falleció el día de los Santos Inocentes de 1956 por un cáncer que jamás consintió que trataran.

Los enigmas que envuelven este asesinato son muchos. La escritora los apunta al principio: ¿Era Aurora una asesina o una loca? ¿Quién era realmente Aurora? ¿Cuál era su relación? ¿Quién era el padre? ¿Quién era en realidad Hildegart? Un puzzle desordenado, con rincones oscuros y piezas sueltas, a los que ha intentado contestar. Para eso ha consultado los diarios y revistas de la época, ha leído análisis clínicos, documentos jurídicos, ha recogido las impresiones de los testigos y ha hablado con Santiago Carrillo, una de las pocas personas vivas que conoció personalmente a Hildegart. La mayor aportación, como señala la escritora Almudena Grandes, que firma el prólogo, es la transcripción de las sesiones del juicio, que comenzó el 24 de mayo de 1934 y duró dos días más. En principio, estas actas se habían extraviado. Habían ardido, se asegura, durante un incendio. Su hallazgo ha permitido a Carmen Domingo rehacer las intervenciones de la fiscalía y la defensa, y de los peritos que avanzaron las primeras conclusiones psiquiátricas

Hildegart –cuyo nombre significa «Jardín de la sabiduría»– alcanzó una proyección pública insólita. Era una niña prodigio. Con apenas 14 años salía del colegio, con un expediente de sobresalientes y matrículas, para ingresar en la universidad. Su edad no le impidió convertirse en un referente intelectual y obtener una importante presencia política, primero en el Partido Socialista, del que se distanciaría –sus críticas no sentaron bien en el seno de la formación– y, después, en el Partido Federal. Un proceso que detalla con precisión Carmen Domingo.

 

Compromiso ideológico

Publicó innumerables artículos en revistas y periódicos, como en «La tierra», redacción donde trabajaba cuando murió, y publicó novelas y ensayos. Intentó reformar la sociedad desde todos los ámbitos. Desde su militancia política y compromiso intelectual defendió el sufragio universal, la educación y los derechos de la mujer. Introdujo los estudios sexológicos en España, era una eminencia en eugenesia, y también ingresó en una logia masónica. Pero detrás de ella, de sus escritos y de su trepidante ascenso, planeaba siempre la presencia de la madre.

Aurora, la protagonista de este drama de ecos clásicos, arrastraba el lastre de un desencanto. Había criado al hijo de su hermana y, probablemente, gracias a su tutela, convirtió a Pepito Arriola en un pianista precoz, sin precedentes. Con cuatro años, interpretaba piezas, como Mozart. Cuando la madre se enteró, recuperó a su hijo, se lo arrebató a la hermana y lo paseó como una celebridad por el país y por Europa. Moriría en Barcelona en 1945, en medio del olvido. Aurora decidió, mucho antes, tener una hija, porque los hombres despertaban en ella un amplio abanico de aversiones y prejuicios.

 

«La redentora»

Basó su decisión en las directrices de la eugenesia y eligió a un hombre que consideró adecuado, desde el punto de vista intelectual y físico (jamás se ha aclarado quién era), y aportó a su recién nacido todo su bagaje literario y científico. La cuidó para convertirla en la «redentora» de la sociedad. La predestinó para que cumpliera ese papel y, como en el caso de Pepito Arriola, lo consiguió. Según su testimonio, desde el nacimiento, entregó su voluntad y su tiempo a esa criatura que había traído al mundo y que moldeaba a la imagen que deseaba. Mary Shelley no lo habría imaginado mejor. Al leer los textos de la hija, todavía hoy, existen dudas de quién los escribió: Hildegart o Aurora.

Donde iba una de ellas, estaba la otra. Apenas se separaban. En las reuniones del Partido Socialista, tuvieron que pedirle que saliera, porque era a puerta cerrada. Aurora se fue enojada. Cuando la hija cumplió años y se enamoró, ocurrió lo inevitable: anunció que se iba a marchar y emprender su propia vida. Las discrepancias políticas (la madre quería que dejara el ambiente de partido y las obsesiones la hacían ya ver espías en todas partes) habían abierto una brecha entre ellas. Aurora adujo que su hija pidió que la matase, aunque la verdad del asesinato, probablemente, es que latía una nueva desilusión en la madre. Cuando ingresó en el sanatorio mental (donde se demostró su locura), también quiso reformarlo, como la sociedad. Pero resultó ser otra quimera, una más de la razón.