Londres
Cooke el hombre que acusó a un rey por César VIDAL
En el s. XVII, en tiempos absolutistas, en Inglaterra, juzgaron y ejecutaron al monarca en defensa de la libertad de culto y de la propiedad
A diferencia de otras naciones como España o Francia, Inglaterra logró salvaguardar el peso del Parlamento en la vida política. Su función, fundamentalmente, era defender una serie de derechos fundamentales como la libertad de culto o la propiedad privada. Cuando en 1642 Carlos I de Inglaterra decidió elevar los impuestos y amenazó esos derechos fundamentales, la respuesta del Parlamento fue alzarse en armas. Como era de esperar, la suerte del conflicto fue originalmente favorable a las tropas regias. La situación sólo experimentó un cambio sustancial cuando el control de las fuerzas parlamentarias pasó a jefes puritanos como Oliver Cromwell, que crearon un nuevo ejército guiado por unos ideales.
En 1644, Cromwell derrotó a los soldados del rey en Marston Moor y en 1645 logró una nueva victoria, esta vez decisiva, en Naseby. Carlos I intentó escapar de la derrota, pero cayó prisionero de los escoceses. Éstos –que profesaban también una teología puritana– no dudaron en entregarlo a Cromwell. Hasta ese momento, la posibilidad de un derrocamiento seguía siendo impensable. Sin embargo, Carlos I aprovechó su cautiverio para intentar llegar a un acuerdo con las potencias católicas y el Papa para que invadieran Inglaterra y le devolvieran un poder absoluto. Cuando se descubrió la conjura, la mayoría de los ingleses temió que los fallidos propósitos del hispano Felipe II fueran desempolvados con posibilidades de éxito.
El rey había traicionado a su pueblo para conservar la corona y resultaba imperioso que no conservara ni siquiera la cabeza. El simple rumor de que el monarca iba a ser procesado provocó una huida al campo de los grandes abogados de Londres. Temían que los designaran como fiscal y no estaban dispuestos a asumir esa función. Finalmente, la elección recayó en un abogado –respetado, aunque no acaudalado– llamado John Cooke. Adelantado a su tiempo, Cooke había propugnado por primera vez en la Historia la creación de un servicio de sanidad nacional o el establecimiento de abogados de oficio para los pobres. Era también un puritano convencido de la justicia de sus ideales. Frente a un Carlos I que negaba autoridad al tribunal que lo juzgaba –como harían después Milosevic, Saddam Hussein o los dirigentes nazis– Cooke articuló una extraordinaria doctrina jurídica que legitimaba el que se pudiera juzgar a un monarca que había combatido a su pueblo.
Un puritano convencido
Nunca antes un procedimiento jurídico tuvo tantas garantías para un acusado hasta la Inglaterra del s. XX, pero el monarca fue condenado y decapitado, provocando el escalofrío de las testas coronadas de Europa. En 1660, Carlos II, el hijo del rey decapitado, ocupaba el trono inglés e inició un proceso –esta vez sin garantías– contra los que habían acusado a su padre. Cooke fue castrado y descuartizado ante la mirada complacida del rey. Era el inicio de un proceso de «memoria histórica» en el que, tras su proceso, sólo se le recordó para injuriarlo. Sin embargo, su legado permaneció. En 1946, los Aliados que juzgaron a los grandes criminales de guerra en Nüremberg regresaron a las construcciones jurídicas de Cooke de la misma manera que lo harían otros juristas a finales del s. XX. Como en tantas otras cuestiones, Cooke había sido un adelantado para su época y había pagado el precio de su honrada lucidez.