París
Un concertón memorable
Abbado en IbermúsicaNovena Sinfonía de Mahler. Orquesta del Festival de Lucerna. Claudio Abbado, director. Auditorio Nacional. Madrid, 17-X-2010.
Hacía casi cuatro años que Claudio Abbado (Milán, 1933) faltaba de Ibermúsica y ya se le echaba de menos. Ha vuelto con la Orquesta del Festival de Lucerna en dos conciertos de mucha significación con una única obra. De un lado por la agrupación, refundada en 2003 tras su desaparición en 1993 por grandes músicos –solistas como Gutman, Meyer, Blacher, los miembros de los cuarteto Alban Berg o Hagen, etc., y atriles de las mejores orquesta europeas– reunidos con carácter puntual para animar a Abbado en su regreso a la dirección tras superar un grave cáncer. La unión ha resultado más estable de lo previsto, aunque ya sin parte de aquellas figuras, y no sólo tocan durante el festival de verano, sino que realizan una escapada anual, correspondiendo a París y Madrid, las citas de 2010. Significativo también por la obra, una «Novena» de Mahler muy querida para el milanés, pues no en vano habla de una muerte que él tuvo muy cerca. Habla de las muertes por las que Mahler pasó, la de su cargo en la Ópera de Viena, la de su hija Maria Anna y la suya propia diagnosticada a causa de una endocarditis. También es un adiós a una época que se desmorona socialmente y en la que la música conocida de alguna forma termina para iniciar nuevos caminos, unos caminos que la «Novena» presagia, como ha apuntado Abbado estos días, y que abarcan desde la Escuela de Viena hasta John Williams.
Abbado, inolvidable
Abbado realizó una lectura personal, con tempos si se quiere contradictorios. Muy rápido el formidable primero, el de la tristeza más profunda y uno de los mejores que escribiera el autor. Más moderados, pero también más alegres de lo habitual, el segundo, esa danza de los muertos en donde la orquesta apabulló por su precisión y técnica, y el tercero, el de la burla a la muerte. Puro contraste resultó la recreación muy lenta del cuarto, el adiós a una vida llena y rica. Sus últimos minutos, con la música y la luz de la sala desvaneciéndose a cámara lenta hasta el silencio y la penumbra, pasarán a formar parte de los recuerdos de una vida, para bien y para mal. Para bien porque difícilmente se puede «vivir» una perfección mayor, la auténtica música de enorme técnica puesta al servicio de la expresividad. Para mal por el sufrimiento añadido al de sus notas, unas importunísimas toses que masacraban la atmósfera y crispaban la faz, intensamente concentrada, del propio Abbado. A este público habrá que educarle anunciándole por los altavoces dónde expresamente ha de contener su tisis. ¡Inolvidable concierto!
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